ÉGLOGA NUDISTA (MIGUEL HERNÁNDEZ)
Entre las obras de juventud que dejó inéditas el poeta oriolano Miguel Hernández
(1910-1942) hay una curiosa "Égloga nudista", que hoy voy a reproducir aquí. El
poema -que, además de manifestar el poderoso vitalismo "biologicista" característico del autor, parece indicar que el joven Hernández tenía ya
noticia de la existencia del naturismo y tal vez hasta de su entonces reciente introducción
en España- pertenece al mismo ámbito estético neogongorino que el primer libro
del poeta, Perito en lunas (1933), que
es consecuencia del rescate entusiasta de la poesía "culterana" de Góngora
operado a raíz del III centenario de la muerte del poeta cordobés por los componentes de la que se llamaría la "Generación del 27". El oscuro lenguaje
gongorino es tomado como referencia por varios poetas del momento, entre los
que se encuentra, principiante aún, Miguel Hernández. De ahí las dificultades
de interpretación que, sobre todo en sus cuatro primeras estrofas, esta égloga presenta
al lector. Pese a ellas, se entiende bien que estos versos nos hablan de una pareja de
enamorados que, desnudos, es decir "vestidos de inocencia", recuperan la sensación
paradisíaca que experimentaron Adán y Eva antes del Pecado Original para acabar sufriendo la pena de ser expulsados, ya no del Paraíso Terrenal, sino del verano, en el que el calor permite estar desnudo en plena Naturaleza, para entrar en el otoño y en el medio urbano, "un infierno de calles y sombreros" donde hay que ponerse ropa.
ÉGLOGA-nudista
palma, salido hoy mismo de su hueso,
y no a fuerza de espacio tras espacio.
sus músculos nos dan su fortaleza,
y el tacto de la frente adquiere el peso
de su movida copa de palacio.
tu palma que diana te origina
cuando flechas la airosa jabalina,
tu mejor zona, ¡oh césped de tu sexo!,
trémulo por la brisa como el mío,
clavel y genuflexo;
tu desnudo que, adán, yo corroboro,
abre al ambiente la avidez del poro.
te incorporas la vida, me incorporo,
somos, y no, cautivos
de las pequeñas vidas animales,
si llegan a rozar nuestra existencia.
Como después de vivos,
nos hacemos terrestres, vegetales
en esencia, en presencia y en potencia.
de nuevo la creación y la sonrisa,
sin vicio ni vergüenza
íntimamente unidos con la brisa.
Nuestra planta, gozando con el tacto
más que el cordero hambriento con el gusto,
en el forzoso acto
del paso -o compromiso-,
siente una sensación de paraíso.
Se detalla tu sangre por tu busto:
¡mira! el sabroso origen de la fuente
del suspiro y del susto.
Das, al salir del río
de tus miembros agente
-fuiste allí por mil tús multiplicada-,
la sensación del hecho más reciente,
y adivino en tu estado mejor frío
la caliente vaharada
de la mano de Dios recién marchada.
Todo recobra la categoría,
la personalidad, la arquitectura
de los puros momentos principales.
Nuestro color primero
ayuda a realizarse los colores.
Halla el alba anterior un compañero,
una conformidad en ti segura.
Las rosas posteriores
son las rosas, los besos iniciales
de la pompa, la gracia y la hermosura:
novedad promotora
del matiz coincidente de la aurora,
del gesto de tu boca y de tu mano.
serpientes el manzano,
que alrededor del tronco y de sí mismas,
a lo látigo prismas,
a lo largo barrenos,
ofrezcan, como en juegos malabares,
sus pecados de almíbares mollares.
-Largas y demasiadas las serpientes
para lo corto y poco del pecado.
Preliminares pájaros, sus plumas
coordinan por amor y su garganta.
Tu mirada ha inventado
los manantiales cielos, las espumas,
y el peso de tu planta,
y la mía y mi peso los caminos.
el verde es más suave,
los guijarros más rudos.
Aspira los olores campesinos
de par en par el poro.
¡Ningún calzón que corrobore y trabe
la libertad del sexo en primitivo!
Con detalles canísimos de oro
de inaprehensibles cuernos, no de toro,
que apuntan cuando llueve en su manida,
corriendo por la hierba
hallamos en nosotros
una emoción de incontenibles potros:
de ciervo fugitivo
yo, tras ti enamorado, tú de cierva.
cumplimos sin ningún inconveniente.
Nos vamos contra el viento
y nos circula, sangre transparente,
su sensibilidad y sentimiento.
cayendo del sol sobre
la espalda, nos revela su volumen.
Arden como luciérnagas de cobre
-¡oh vida brevemente iluminada!-,
los cuerpos, bronce en vía
de bronce, y si en lo oculto de la umbría
nuestras vidas se sumen,
con el polen de luz de los sudores,
catan nuestros colores,
por pertinaces brisas promulgada,
toda la calidad de sus frescores.
encima de mi pierna,
me injertas su materia dulce y tierna
como otro sexo en bruto.
como un nido de pájaros lunadas.
Se miran, sin hallarse, las miradas
morenas de tu ombligo y de mi ombligo.
besos rítmicamente suspirados.
que ha reanudado Dios a la edad nueva.
¡Ay! hasta que el estío
el otoño releva,
y el ángel, expulsándonos del frío,
de nuestros dos estados verdaderos
a un infierno de calles y sombreros,
nos recuerda de ser, por nuestros males,
no padres principales,
sino hijos postreros.
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