JOHN CARL FLÜGEL HABLA SOBRE EL VESTIDO Y EL PUDOR
Traigo hoy a este blog unas interesantes reflexiones sobre el vestido que el psicólogo y psicoanalista británico John Carl Flügel expuso en el primer capítulo de su libro The Psychology of Clothes (1930), traducido al español como Psicología del vestido (2015):
"El psicólogo que considera el
problema del vestido disfruta de una gran ventaja que puede ahorrarle un largo
y tedioso capítulo preliminar. Casi todos los que han escrito sobre la materia
convienen en que la vestimenta cumple tres propósitos principales: adorno,
pudor y protección. Podemos aceptar estas conclusiones como fundamentales para
nuestras propias consideraciones. También existe consenso en que los motivos
que subyacen a estos tres propósitos operan constantemente en las sociedades
civilizadas. Surge una cierta discrepancia cuando se llega a la cuestión acerca
de cuál de estos tres motivos debe ser considerado como primario, si bien
incluso en este punto hay menos diferencias de opinión de lo que tal vez podría
esperarse. La primacía de la protección como causa del uso de la ropa tiene
pocos defensores, como si los estudiosos de la humanidad se resistieran a
admitir que una institución de tanta importancia como el vestido pudiera tener
un origen tan meramente utilitario. Prescindiendo del hecho de que la especie
humana surgió probablemente en las regiones más cálidas de la Tierra, el caso
de ciertos pueblos primitivos que perviven, en particular los habitantes de Tierra
del Fuego, muestra que el vestido no es indispensable incluso en un clima
húmedo y frío. A este respecto, la manida observación de Darwin acerca de la
nieve que se funde sobre la piel de esos curtidos salvajes habría demostrado a
la algo desconcertada generación del siglo XIX que sus cómodas y calientes
vestimentas, con todo lo deseables que pudieran parecer, no eran
imprescindibles para las necesidades de la constitución humana.
El
pudor, dejando a un lado la autoridad de la tradición bíblica de la que parece
gozar, ha sido puesto en primer lugar por sólo una o dos autoridades, basándose
en razones puramente antropológicas.
La gran mayoría de los investigadores ha
considerado sin vacilaciones el adorno como el motivo que condujo a la adopción
del vestido, y sostiene que sus funciones de preservación de la temperatura
corporal y del pudor, aunque posteriormente hayan adquirido una enorme
importancia, sólo fueron descubiertas después de que el uso de la ropa se
hiciera habitual por otras razones. No necesitamos entrar aquí en
consideraciones más detalladas sobre esta discusión especulativa y algo árida.
Es un problema que concierne al etnólogo más que al psicólogo, y existen otros
asuntos más importantes que reclaman nuestra atención.
Sin embargo, no parece
probable que, con los datos disponibles, el psicólogo se sienta inclinado a
contradecir al antropólogo cuando éste considera el adorno como motivo primario
y en cierto sentido más importante que el pudor y la protección. Los datos
antropológicos se basan en el hecho de que entre las razas más primitivas
existen pueblos que no se visten, pero no pueblos que no se adornen. Comparando
la ontogenia con la filogenia, parecería asimismo que en los niños el placer de
adornarse se desarrolla antes que la vergüenza de exhibirse, si bien aquí la
observación resulta difícil porque el niño está sujeto desde el comienzo a la influencia
de su entorno de adultos. Sin embargo, un estudio cuidadoso parece mostrar que
de forma más primitiva que el pudor o el adorno existe un simple goce en el
ejercicio y exhibición del cuerpo desnudo, un goce que el niño puede sentir con
intensidad y que a menudo se ve interferido por la ropa que tiene que llevar de
suerte que, a través de las asociaciones desagradables así adquiridas, la
satisfacción del adorno a través de la indumentaria a menudo aparece mucho más
tarde de lo que cabría esperar. No obstante, a veces el niño manifiesta una
tendencia simple al adorno que no difiere de la del salvaje. A los niños
pequeños, señala Sully, 'les gusta una variedad de adornos, como un collar de
cuentas o flores alrededor del cuello, una pluma en el sombrero, un trozo de
cinta o de tela de color brillante como lazo para el vestido, y demás'. Por
tanto, el niño se asemeja al hombre primitivo en que se interesa más por los
adornos aislados que por la vestimenta completa o por esquemas coherentes de
adorno; sin duda esto coincide con lo que manifiesta en su apreciación del arte
pictórico pues, como ha demostrado la experimentación, disfruta de la
representación de objetos aislados mucho antes de obtener placer con una
composición total o con la representación de una escena compleja. El hecho de
que no percibamos más esta temprana tendencia al adorno se debe, posiblemente,
a que, al hacer hincapié en la necesidad del pudor y de la protección,
expresamos de diversos modos nuestra desaprobación de la tendencia a la exhibición
en una edad en la que todavía está ligada en su mayor parte al cuerpo desnudo,
de suerte que todo el impulso a la exhibición es en gran media aniquilado de
raíz antes de que haya tenido tiempo de llegar a la etapa del adorno.
Sin embargo, descontando la prioridad realmente manifiesta del motivo del adorno en el individuo o la especie, existen más razones a priori de naturaleza psicológica que hacen improbable que el pudor pueda ser el motivo primario para vestirse. El pudor, por su propia naturaleza, parece ser algo secundario; se trata de una reacción contra una tendencia más primitiva a la autoexhibición y, en consecuencia, parece implicar su existencia previa, sin la cual pierde su razón de ser. Además, las manifestaciones del pudor son de una naturaleza cambiante. No sólo varían enormemente de un lugar a otro, de una edad a otra, de un sector de la sociedad a otro, sino que, aun dentro de un círculo de personas íntimas, lo que se considera absolutamente permisible en una ocasión puede juzgarse como verdaderamente indecente pocas horas más tarde. En realidad, las manifestaciones prácticas del pudor parecen ser enteramente una cuestión de hábito y convención. En sí mismo esto no demuestra que el impulso del pudor en general no sea innato; por el contrario, casi con seguridad lo es. No obstante, el estímulo del pudor en conexión con cualquier parte del cuerpo o con el cuerpo desnudo en su conjunto sólo puede ser una cuestión de una visión tradicional y no una tendencia primitiva fundamental comparable a la autoexhibición que, aunque maleable también en sus manifestaciones, parece determinada mucho más rígidamente en sus principales formas. Sea como fuere, ha sido muy difícil para muchos autores suponer que el hábito general de usar ropa pueda deberse a una tendencia tan variable y tan fácilmente remplazable como el pudor donde sea que se manifieste. Sin embargo, como ya hemos dicho, por fortuna no es necesario entrar en una consideración minuciosa del problema de la prioridad. Se acepta que cada uno de los tres motivos -adorno, pudor y protección- es suficientemente importante a su modo, y que así se deja planteado el asunto, guardando la piadosa esperanza de que la observación más exacta de pueblos primitivos y de niños pequeños, en condiciones favorables, pronto permitirá evaluar con mayor precisión el significado genético de cada motivo.
Mientras tanto, es de mayor importancia
para nosotros, desde nuestro punto de vista psicológico, examinar las
relaciones entre los tres conjuntos de motivos, y ésta es una tarea que ha
recibido hasta ahora una menor atención, pero que parece conducir directamente
al nudo mismo del problema del vestido, tal y como interesa al psicólogo, en
particular en el caso de la relación entre el pudor y el adorno. Está claro que
en algunos sentidos estos dos motivos se oponen entre sí. La finalidad del
adorno es embellecer la apariencia física a fin de atraer las miradas admirativas
de los otros y fortalecer la autoestima. El propósito esencial del pudor es, si
no exactamente lo contrario, por lo menos muy diferente. El pudor tiende a
hacernos ocultar las excelencias corporales que podamos tener y, generalmente, nos impide llamar la atención de los otros
hacia nosotros mismos. La simultánea y plena satisfacción de las dos tendencias
parece lógicamente imposible, y el conflicto inevitable puede encararse, en el
mejor de los casos, con alguna solución aproximada, ya sea por medio de una
alternancia rápida o de un compromiso entre ambas, que es una solución algo
semejante a lo que algunos psicólogos han descrito elocuentemente con el nombre
de 'recato'. Esta oposición esencial entre los motivos del adorno y el pudor
es, a mi parecer, el hecho más relevante de toda la psicología del vestido.
Implica que nuestra actitud hacia la ropa es desde el primer momento
‘ambivalente’, por usar el inapreciable término introducido por los
psicoanalistas. Por medio del vestido tratamos de satisfacer dos tendencias
contradictorias y, por lo tanto, tendemos a considerarlo desde dos puntos de
vista incompatibles: por un lado, como un medio para desplegar nuestros
atractivos y, por el otro, como un recurso para ocultar nuestra vergüenza. De hecho,
la ropa, en cuanto artículo ideado para satisfacer necesidades humanas, tiene
esencialmente la naturaleza de un compromiso; se trata de un ingenioso
artificio para establecer algún grado de armonía entre intereses en conflicto.
En este sentido, el descubrimiento del vestido, o en todo caso su uso, parece
asemejarse psicológicamente al proceso de desarrollo de un síntoma neurótico.
El gran mérito del psicoanálisis consiste en haber demostrado que los síntomas
neuróticos tienen también algo de compromiso debido a la interacción de
impulsos conflictivos en gran medida inconscientes. Algunos síntomas de esta
clase parecen funcionar como un compromiso entre casi exactamente las mismas
tendencias que se expresan en la vestimenta. Así, los ataques de rubor psicológico
que sufren algunos pacientes son, por un lado, una exageración de los síntomas
normales de vergüenza pero, por otro, tal como lo ha demostrado el
psicoanálisis, atraen involuntariamente la atención hacia el paciente y, por
tanto, gratifican su exhibicionismo inconsciente. En términos de esta estrecha
analogía puede decirse que el vestido se asemeja a un perpetuo rubor sobre la
faz de la humanidad. La circunstancia de que el vestido pueda cumplir
eficazmente esta doble y en el fondo contradictoria función se relaciona con el
hecho al que ya hemos aludido de que las tendencias de exhibición y de
vergüenza se vinculan en su origen no con el cuerpo vestido sino con el cuerpo
desnudo. La vestimenta sirve para cubrir el cuerpo y gratificar así el impulso
de pudor. Pero al mismo tiempo puede realzar su belleza, y ésta fue
probablemente su función más primitiva. Cuando la tendencia exhibicionista pasa
del cuerpo desnudo al cuerpo vestido, puede satisfacerse con una oposición
mucho menor por parte de las tendencias al pudor que cuando éstas se enfrentan
con el cuerpo en estado de naturaleza. Sucede como si las dos tendencias fueran
satisfechas mediante este nuevo proceso, y el compromiso resultante se
transforma, en consecuencia, en algo relativamente estable. Veremos después
cómo los distintos cambios manifestados en sucesivas modas representan otras
tantas alteraciones menores y reajustes del equilibro que se había establecido,
unos cambios en la relativa preponderancia del pudor y el exhibicionismo, su orientación
hacia distintas partes del cuerpo y en el grado de su desplazamiento del cuerpo
en sí hacia la ropa que lo cubre. De hecho, toda la psicología de la vestimenta
se clarifica y se simplifica en gran medida si se entiende plenamente y si se
tiene siempre presente esta ambivalencia fundamental de nuestras actitudes.
Después de comprender este gran compromiso entre los motivos conflictivos de
adorno y pudor, resulta relativamente fácil ver cómo se refuerza con el tercer
motivo: la protección. Una vez que el vestido demuestra ser un medio eficaz
para conciliar dos actitudes aparentemente incompatibles hacia el cuerpo
humano, se descubre que todavía tiene una tercera ventaja: proteger el cuerpo
contra la desagradable sensación de frío. Aunque las consideraciones puramente
higiénicas son ajenas a la mente primitiva (dado que ésta tiende a considerar
que toda enfermedad es producto de la magia o de los espíritus), las ventajas
biológicas inherentes a la reducción de la pérdida de calor corporal y la
posibilidad resultante de reducir la energía que debe ser repuesta mediante la
alimentación pueden haberse hecho gradualmente evidentes, sobre todo a medida
que la presión demográfica y la consiguiente lucha por la existencia indujeron
a ciertos sectores de la raza humana a penetrar en climas cada vez más fríos.
Sin embargo, las ideas sobre la función higiénica de las vestimentas se
basaban en gran medida por lo menos en los últimos siglos en una exagerada
estimación de los peligros del frío para la salud y, por consiguiente, se
prestaban admirablemente para apoyar las exigencias de vestirse y para reforzar
la satisfacción que las ropas ya daban a los motivos de pudor y de exhibición.
En realidad, estas dos tendencias se escudaron, en ciertas ocasiones, en el
motivo de protección, el más puramente utilitario y, por lo tanto, el menos
emocional. Éste fue usado, en la terminología psicológica, como una
‘racionalización’ de los primeros, y en virtud de este proceso el hombre
aparecía y se consideraba a sí mismo como obedeciendo al propósito simplemente
razonable de proteger su salud cuando, en realidad, era movido principalmente
por el conflicto más primitivo entre pudor y exhibición. Este proceso, como
veremos, puede observarse aún en nuestros días, aunque ciertas ideas de la
higiene moderna son menos favorables a su aparición que las de la generación
anterior. Es evidente que en los últimos años se ha operado un cambio en
nuestras ideas sobre la higiene, a raíz del cual se ha acentuado la suposición
de que la ropa proporciona no poca sino excesiva protección, lo que nos ha
hecho simpatizar con el punto de vista expresado por el viejo Heródoto en el
sentido de que cubrir demasiado el cuerpo es una causa de la debilidad. Este
cambio ha acarreado las correspondientes modificaciones en nuestras
concepciones del pudor y del adorno; del pudor, en la medida en que se ha
llegado a una mayor tolerancia en ciertos aspectos de la forma del cuerpo; y
del adorno porque han surgido fuertes tendencias hacia la simplicidad y
naturalidad en el vestido. Estos cambios correlativos son del mayor interés,
tanto para el historiador como para el psicólogo del vestido, y en un capítulo
posterior volveremos a tratarlos de una manera más acorde con su importancia.
Basta aquí con haber llamado la atención sobre ellos para ver cómo el motivo de
protección interactúa con el pudor y la exhibición. En sus manifestaciones, los
tres motivos están tan imbricados que un cambio en uno de ellos implica casi
inevitablemente cambios correspondientes en los otros dos".
1.-Indios botocudos, Brasil. 2.-Muchacha himba, Namibia. 3.- Indígenas donga, Etiopía.
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