GREGORIO MARAÑÓN HABLA SOBRE EL VESTIDO Y EL PUDOR

            Gregorio Marañón (1887-1960), médico, profesor y escritor, personalidad de extraordinarias dotes intelectuales y curiosidad universal, que fue miembro de la Real Academia Española, la de Medicina, la de la Historia, la de Bellas Artes y la de Ciencias, y figura muy relevante del pensamiento liberal español, es autor de una amplia y variada obra científica y literaria.           
          En su libro Vida e Historia (1941) recogió un sugestivo ensayo titulado “Psicología del vestido y del adorno” que antes fue texto de una conferencia dictada en Buenos Aires en abril de 1937 y del que voy a reproducir aquí algunos pasajes de interés en relación con el tema del vestido y la desnudez.
           Quiero hacer notar que, contra lo que, en coincidencia con muchos autores, he sostenido reiteradamente en este blog, el doctor Marañón piensa que el pudor “es un producto de la civilización y no un sentimiento natural”, apoyándose en el hecho de que “en muchos pueblos primitivos hombres y mujeres circulan completamente desnudos, con absoluta naturalidad”, como hacen también los niños hasta que los adultos les enseñan “el sentimiento del pudor”. En mi opinión, el pudor es algo natural y universal, pero que se manifiesta de distintas maneras, no todas ellas necesariamente relativas al vestido. El hecho de que los nativos de esos pueblos no usen ropa no significa necesariamente que carezcan de pudor; sólo que lo manifiestan por otras vías. Como he señalado en otras ocasiones (vid., por ejemplo, la entrada del 16-01-2022), a mi entender el pudor no depende simplemente de la cantidad de ropa -aunque es verdad que la indumentaria puede en ciertos casos afectarle en alguna medida-, sino ante todo de la intención y la actitud de la persona, de su modo de "vivir" la ausencia o presencia de ropa.
            Marañón, además, interpreta la falta de vestido, sin más, como falta de pudor; y, dado que a su juicio el pudor es un producto de la civilización, la desnudez/impudor es para él un síntoma de primitivismo. A lo que hay que añadir, ya que en su opinión -antítesis de la de Rousseau- la civilización supone superioridad también moral, que el doctor Marañón considera el desnudo moralmente inferior al vestido y, en consecuencia, se posiciona contra el nudismo. (De esa superioridad moral, después del GULAG, Auschwitz y la bomba atómica, habría -piensa uno- mucho que discutir).
             Sea lo que fuere, aquí está el ensayo:



"El vestido como necesidad.
           En nuestros estudios sobre la vida sexual y sobre el trabajo y el deporte o el juego como funciones biológicas, hemos hecho alusiones repetidas al vestido y al adorno. Hoy vamos a insistir sobre el problema y a intentar colocarlo en su categoría vital. Su interés es, en efecto, excepcional; porque el vestido constituye una necesidad primaria, prácticamente del mismo rango que el alimento. El pan y el traje se consideran como dos necesidades mínimas e igualmente perentorias. El mismo sentimiento de injusticia nos produce el espectáculo de un hombre que no tiene nada que comer y el de otro que está desnudo. Y, sin embargo, hay entre ambos hechos una diferencia esencial. El comer es una esclavitud con la que hemos nacido, y que nos iguala a todos los seres vivos de la tierra, mientras que el vestirnos es una creación artificial, exclusiva de la especie humana. ¿Qué relación tiene -nos preguntamos, entonces- el traje con los instintos primarios, para convertirse en una necesidad fundamental? Y a la vez, ¿cuál es ese su sentido humano que le convierte en una de las características de nuestra especie?
            Es evidente que el hombre, en la aurora de su vida sobre el planeta, aurora que duró milenios, estuvo largo tiempo desnudo. Su piel recia y el vello abundante que la cubría, eran suficientes para defenderle del rigor de los ambientes, rigor moderado en los climas que vieron nacer a la especie. La teoría habitual es que al hacerse dueño de la tierra, por virtud del instinto, genuinamente humano, de la dominación, hubo de llegar a regiones de temperaturas muy frías, para librarse de las cuales no le bastaba la espontánea protección; y, entonces, empezó a cubrirse de hojas o de pieles de los animales muertos, primer rudimento de los vestidos de ahora.
             Los antropólogos dicen que la primitiva estancia del hombre en los climas templados le había hecho perder el vello protector, lo cual hubiera imposibilitado su emigración a los países fríos de no haber dispuesto del abrigo artificial que le proporcionaban sus rudimentos de traje y, sobre todo, del fuego, que parece, aunque no pueda demostrarse, que fue anterior al vestido.
           Esta hipótesis de la pérdida del vello por el clima cálido, que tiene en su apoyo la lampiñez de los indígenas de los países en que se vive desnudo, es sin embargo poco verosímil; ya que, de ser cierta, no explicaría por qué los monos y otros animales que viven en el trópico conservan, sin embargo, su piel ruda y su vello espeso. El asunto de la pérdida del vello protector es muy difícil de interpretar con un criterio de adaptación. La objeción más seria que puede hacérsele es que los hombres del Norte debían ser los más necesitados de una ruda epidermis, y son los de más delicada piel. Pero a esto podría contestarse que, en realidad, es sólo un prejuicio el creer que el habitante septentrional vive muy expuesto al frío; cuando prácticamente sólo lo sufre en la cara, y mientras está al aire libre. Habitualmente sus densos trajes de pieles representan un abrigo artificial, pero más eficaz que el de la epidermis recia y vellosa de un gorila. Y muchas horas del día las pasa junto al fuego de sus hogares, a temperaturas más altas que las tropicales.
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               Prácticamente, el habitante de las regiones polares tiene, pues, su biología sometida al régimen de los países cálidos. De aquí, por ejemplo, el curioso fenómeno de que en las mujeres esquimales la cronología del ciclo sexual, tan sensible a la temperatura del ambiente, sea idéntica a la de las mujeres que viven en el Ecuador.
              Además, la defensa contra la temperatura del ambiente no depende sólo del vello, sino de otras condiciones de la piel, por ejemplo, la grasa que la infiltra. Es evidente, como veremos luego, que el constante lavado propio de la vida civilizada ha disminuido nuestra resistencia al frío. Pero, sobre todo, los antropólogos no cuentan con el mecanismo interno de nuestra regulación térmica, regido por el sistema vegetativo y por las glándulas de secreción interna, tan perfeccionadas en el ser humano, que le permiten, mucho más fácilmente que a los demás animales, la adaptación a todos los climas.
            No obstante, a pesar de sus defensas externas e internas, es evidente que el hombre no hubiera podido vivir desnudo fuera del ambiente propicio en que se inició su vida sobre la tierra, simbolizado en aquel Paraíso donde no hacía nunca ni frío ni calor. Rubner ha demostrado que el hombre desnudo no podría vivir más que en el clima tropical; y que el efecto del vestido es crear en torno de su cuerpo un ambiente que prácticamente corresponde al de los trópicos.
             Así queda explicada la necesidad radical del vestido en una categoría análoga a la del alimento. Sin embargo, es seguro que desde mucho tiempo antes de esta emigración del hombre primitivo hacia regiones que requieren el uso perentorio del traje, había ya empezado a cubrir su cuerpo con rudimentos de vestido y de adorno, cuyo fin no era defenderse de nada, sino establecer una jerarquía y acentuar la diferenciación sexual. Estos dos sentidos del traje, superiores y probablemente anteriores al de la defensa ambiental, son los que nos explican su alta y específica significación humana.
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             En parte, desde luego, nuestro vestido obedece a la necesidad de defendernos del ambiente. Por eso escogemos ropa fuerte si hace frío, o ropa ligera en verano. Acaso sin darnos cuenta, como un acto automático, lanzamos cada mañana una mirada al cielo antes de elegir la categoría de nuestro traje. Pero es evidente que no sólo atendemos a esto. No nos ponemos el mismo traje, cualquiera que sea el tiempo, si somos simples ciudadanos, que si somos el jefe de la oficina, el portero de un ministerio, un general, un sacerdote o un príncipe; ni si vamos a hacer nuestro trabajo cotidiano o a asistir a una ceremonia oficial.

El vestido como jerarquía.
             Un elemento jerárquico se añade, pues, al puramente ambiental. La representación más neta de este sentimiento nos la da el uniforme militar, en el que cada categoría tiene un distintivo fijo e inconfundible. Pero aun en el hábito civil, sin darnos cuenta, colocamos aquellas diferencias que nos parecen las propias de nuestro rango social, las que evitan el que nos tomen, al vernos, por lo que no somos. Acaso, muchas veces, de un modo deliberado o inconsciente, aspiramos a parecer, por nuestro aspecto, más de lo que somos en realidad 
[.....................................................................................................................................................................................................]               La jerarquía que nos da el vestido es, pues, expresión de un instinto fundamental del hombre, el ansia de mandar, a la que no hay un solo ser humano que no esté sometido. Los que han vivido las revoluciones europeas han podido observar en ellas una primera fase de anulación de las jerarquías, cuyo símbolo era precisamente el borrar todas las diferencias en el traje. Se obligaba a los llamados burgueses a ir sin corbata y sin sombrero, como los proletarios. Pero a las pocas semanas de igualdad vestuaria, resurgía con ímpetu sorprendente la fase de la jerarquía.  Cada hombre igual a los demás ansiaba colocar sobre el traje común un distintivo o una estrella. En las plazas públicas las proporcionaban, por unos céntimos, los vendedores ambulantes. Los galones eran lo primero de que se despojaba al cadáver del enemigo para colocarlos sobre la ropa del vencedor. Y, finalmente, el número y la variedad de los signos externos de la jerarquía eran tan copiosos que lo excepcional era encontrar un revolucionario sin graduación o un simple civil exento de preseas diferenciales. En la Revolución francesa, este afán de los indumentos jerárquicos alcanzó, en algunos de sus protagonistas, como Barrás, grados de verdadera comicidad.
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El sentido sexual del vestido.
            Pero volvamos a nuestra toilette. Con ella hemos querido defendernos del frío o guardarnos del calor. Además, hemos procurado representar lo que socialmente somos o deseamos. Mas no son éstos los únicos motivos de nuestra elección, ni siquiera los principales.
               Lo decisivo es que mi traje, cualquiera que sea el tiempo y la jerarquía, es un traje de hombre; que, aunque haga un calor tropical, no puedo ir desnudo porque me lo veda el pudor; y, finalmente, que en grado diverso según mi edad y según mi situación respecto de la mujer procuro que mi vestimenta sea lo más apropiada a mi físico. Por modesto que sea frente al otro sexo, por lejos que esté ya del estado de merecer, aspiro por lo menos a no parecer, ante la mujer, un hombre ridículo. Desde esta actitud a la del varón que se hace el nudo de la corbata con la ilusión de que está tendiendo una red a los corazones femeninos, hay un mundo de matices intermedios. Pero, grande o modesta, nunca falta esta fundamental preocupación del vestido, la más importante de todas: la sexual.
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                   Para mí es evidente que el vestido fue, originariamente, un artificio para acentuar la diferenciación sexual.
[.....................................................................................................................................................................................................]             Pero, decíamos, el vestido, además de este significado diferencial, tiene otro muy importante: el de pudor. Es indudable que una parte del vestido masculino o femenino, pero sobre todo éste, tiene por objeto cubrir aquellas regiones del cuerpo que se relacionan con el ejercicio del amor.

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Vestido y adorno.
          Y aquí quiero hacer, antes de seguir adelante, una aclaración al uso indistinto que hasta ahora hemos hecho del adorno y del vestido; que no son, se me dirá, la misma cosa. El adorno, nos arguyen, sirve para esa diferenciación sexual y para la diferenciación jerárquica, que puede basarse, sencillamente, en una pluma colocada en la cabeza del jefe de la tribu. Mientras que el vestido serviría para taparse: del frío o de las miradas impúdicas.
            Sin embargo, esto, que es tan claro en teoría, no lo es tanto en la práctica. Los orígenes y el sentido del vestido y del adorno son mucho menos distintos de lo que parece. El adorno se convierte en vestido con toda naturalidad; en los pueblos salvajes, la categoría puede marcarse por la pluma o por el collar, pero también por cualquiera de las formas de trajes rudimentarios que ni cubren regiones prohibidas ni sirven para defenderse del frío ni del calor; son, pues, trajes cuyo único  fin es el adorno. Que el vestido como defensa se convierte, a su vez, en adorno, tampoco cabe duda, ya que en la mujer, en general, el vestido es, tanto como vestido, adorno; y en ciertas fases de la moral y de la moda ha acabado casi por desaparecer como objeto protector y queda de él, tan sólo, lo que es adorno, más lo rigurosamente indispensable para cubrir la estricta desnudez.
             El paso del vestido que defiende el pudor al adorno es también evidente.  Ya el paño que cubre en forma de faldellín o 'kilt' escocés a las mujeres de las cavernas tiene tanto de adorno como de pieza de recato; y el mismo doble sentido se percibe en el 'ohoti' de las Indias, en el paño de las australianas o en cualquiera de las otras innumerables formas de arreo para resguardar el pudor.
            No hay, en suma, modo fácil de separar en la realidad lo que es vestido, en cualquiera de sus aspectos, de lo que es adorno, y por eso nos referimos a ambos a la vez. Volvamos ahora al sentido pudoroso del traje.

El pudor genuino.
             El origen del vestido o del adorno que resguarda el pudor es también muy discutible. Hay tres explicaciones para él. Que se inventase realmente por auténtico pudor, es decir, para guardar de la vista de los demás los órganos prohibidos. Que ocultara a estos órganos, no por pudor, sino para preservarlos de enfermedades o maleficios. Y, finalmente, que encubran dichas zonas prohibidas precisamente para llamar la atención hacia ellas.
             La primera hipótesis, la del pudor genuino como estímulo original, es insostenible, porque el pudor, precisamente por su alta calidad moral, es un producto de la civilización y no un sentimiento natural. En la humanidad civilizada ha llegado a serlo; ha llegado a convertirse en un verdadero reflejo, a través de largos siglos de prejuicios morales, cuyo sentido, hay que proclamarlo, es profundamente progresivo. La energía que este sentimiento artificial ha alcanzado es tan grande, que en muchos seres humanos supera en energía al mismo instinto de conservación. El martirologio está lleno de mujeres que preferían morir a violar su pudor. El padre Feijóo refiere haber oído al verdugo de Oviedo que las mujeres que iban a ser sometidas al tormento para declarar, resistían el dolor más que los hombres, antes de confesar su delito; pero cuando iban a ser desnudadas, preferían declarar y condenarse antes de consentir la desnudez; y esto aun en mujeres de vida libertina. En muchos pueblos, incluso en algunos de España, se conserva todavía la tradición de que los cadáveres de los ahogados, si son de mujer, flotan boca abajo, en homenaje postmortal al pudor. Pero, por grande y universal que sea su fuerza, la artificiosidad del sentimiento del pudor es indudable, toda vez que en muchos pueblos primitivos hombres y mujeres circulan completamente desnudos, con absoluta naturalidad.

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           Lo mismo les pasa a los niños hasta que la experiencia de ver el cuidado con que se recatan los adultos que conviven con ellos les inicia en el sentimiento del pudor, que, además, reciben como una de las primeras enseñanzas directas de sus familiares y maestros. La herencia milenaria predispone a la rápida conversión de esta enseñanza infantil en automático reflejo. Y este automatismo aumenta en el momento de la pubertad, que, alegóricamente, se ha simbolizado por el instante en que el joven, y sobre todo la joven, un día, sin saber por qué, sienten la necesidad de velar su cuerpo, que antes exhibían con ingenua naturalidad. De aquí el rito, antes comentado, de algunos pueblos antiguos y actuales, que conmemoran la pubertad del niño, vistiéndolo. La pubertad es, antes que ninguna otra cosa, conciencia del propio sexo, y esta conciencia se manifiesta en el sentido en que ha sido condicionada por la herencia y la educación, es decir, en el acto de ocultarlo; reflejo que ha llegado en nuestras razas a ser tan vivo y automático como el de taparnos la cara con las manos cuando surge ante nuestra vista un espectáculo horrible.
             Si el pudor verdadero es creación de la moral civilizada y no sentimiento instintivo, examinemos las otras dos explicaciones: la de la ocultación preservadora y la de la ocultación como tentación.

La ocultación preservadora.
               La mentalidad primitiva concede un carácter sagrado a aquellas partes del cuerpo de donde brota la vida nueva, la perpetuación de la especie; y, en consecuencia, trata de protegerlas como todo lo sagrado, ya de posibles accidentes externos, ya de la mirada de los demás. Nada sagrado puede estar a la vista de todos. Y esta explicación nos da cuenta de que el pudor se refiera, principalmente, a la mujer, manantial de la vida nueva; y de que en la historia del mundo haya aparecido en ella mucho antes que en el hombre. Ya hemos dicho que en las pinturas de las cavernas es sólo la mujer la que recubre su cintura, mientras que el hombre exhibe por completo, y a veces escandalosamente, toda su desnudez. 

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Se explica tanto más la importancia del pudor femenino si se tiene en cuenta que, como han demostrado Malinowski y otros, la colaboración del hombre en el acto sagrado de la procreación ha tardado mucho tiempo en ser reconocida por la humanidad. Aun hoy hay pueblos salvajes que siguen creyendo que la mujer es fecundada por los espíritus del aire o del mar. Sólo ella, por lo tanto, debe ser preservada de la mirada de los demás.
             Es evidente que en el curso de las civilizaciones ha cambiado el sentido del pudor. De ser las zonas púdicas partes sagradas del cuerpo, y por eso retiradas de la exhibición, se convirtieron, con el advenimiento de las religiones, en fuente de pecado, que había que esconder, como peligros terribles, de la vista de los demás; y desde luego esta inhibición extendida ya a los dos sexos.
           Pero, cualquiera que sea su sentido, lo indudable es que la costumbre de la ocultación pudorosa es tan remota y universal que debe tener una raíz biológica que nos dé la razón de su permanencia, a través de todos estos cambios de criterio. Pensemos que, desde que en la historia humana aparece el vestido, su primer esbozo es ya la hoja o la breve cintura que sirve para lo mismo. Desde este centro, el vestido se va extendiendo a las demás partes del cuerpo, hasta cubrirle por completo. Y, a su vez, cuando el ambiente o las modas atrevidas obligan a recortar el vestido, esta disminución, por audaz que sea, queda siempre detenida en aquellas zonas intangibles, las del pudor.

El prestigio sexual del misterio.
          ¿Por qué, pues, esta obstinación en la ocultación pudorosa? Varios comentadores han sugerido la explicación: el pudor ha sido creado por el vestido, y no éste por el pudor; y ha sido creado para mantener, por el prestigio del misterio, intacta la fuerza de atracción de los sexos.
             Ya en los libros antiguos se encuentra indicada esta interpretación. Tácito nos habla de la hipocresía con que Popea se presentaba siempre cubierta de velos, ante el pueblo, no por honestidad, que no la conocía, sino para aumentar así el prestigio de sus supuestos encantos. Del mismo artificio se sirvió la pingüina de Anatole France para resucitar el interés fatigado de los pingüinos. Y se podrían reproducir cien comentarios más análogos a éstos.
               Este sentido biológico -estimular y sugerir- unido a su prestigio moral, nos explicaría la inmortalidad del pudor. El hecho es que nada ha podido contra él; ni las ingenuas propagandas desnudistas ni el factor deportivo y estético, que tiene tanta parte en el alma contemporánea, y que tiende, también, a exaltar y exagerar el desnudo. Este factor estético ha ejercido, en cambio, una cierta influencia en el sentido de permitir mayores libertades al desnudo de la mujer que al del hombre, sencillamente porque el de la mujer es más bello.
[.....................................................................................................................................................................................................]El vestido, carácter sexual.   
          Parecerá a algunos excesivo el considerar el vestido en la misma categoría biológica de los caracteres sexuales diferenciales. Pero no podrá refutarse la idea más que con argumentos especulativos y no de observación. Tiene gran importancia el hecho de que sea el hombre el único ser vivo capaz de acentuar su capacidad de atracción sexual con elementos artificiales. Sin duda debe ser ello consecuencia de haber perdido la periodicidad de amar, hecho sobre cuya importancia capital he insistido anteriormente. El animal en sus períodos de amor es provisto, por la misma naturaleza, de caracteres momentáneos que acentúan su sugestión sexual: ya los 'arreos nupciales', tan llamativos, casi barrocos, de algunos vertebrados inferiores; ya las plumas vivísimas o el canto de las aves; ya los olores característicos, que juegan, como he dicho también, un papel esencial en la atracción y que se combinan con el paralelo desarrollo episódico de los órganos del olfato. En la especie humana nada de esto ocurre. El hombre y la mujer pueden sentir alternativas en su deseo, es cierto, y quizá con una vaga reminiscencia de ritmo, punto sobre el que ha insistido, entre otros autores, Marie Carmichael Stopes. Pero el deseo humano, en su  flujo o en su reflujo, encuentra a la pareja siempre igual, sin visibles cambios en su morfología. De esto nace la necesidad de acentuar la capacidad normal y estable de la atracción con elementos circunstanciales de artificio, como el adorno y el traje; y también, en la mujer, con los perfumes, que evidentemente sustituyen el casi extinguido papel del olor espontáneo en el mecanismo de la atracción sexual.
              Otra razón de la necesidad sexual de la variación, y por lo tanto del vestido, es la duración excesiva que en la pareja humana tienen el apetito y la capacidad de amar.  El amor se enciende siempre sobre elementos de orden estético, y éstos, en nuestra anatomía, se marchitan mucho antes de la declinación de la libido. En ciertas razas, la belleza de la mujer apenas alcanza a los veinticinco años. El hombre, y sobre todo la mujer, en cuanto arriban a una cierta edad, tienen, pues, que corregir el deterioro estético con los recursos artificiales que estamos comentando: con el adorno y el vestido, cuya raíz biológica encontramos, en suma, por todas partes, así que ahondamos en el problema.
           No cabe duda que vestidos y adornos actúan como verdaderos apéndices de los caracteres sexuales, afinando y exaltando su poder de atracción y, a veces, creándolos. La prueba definitiva de que esto es así nos la da el que ciertos recursos artificiales de la diferenciación sexual pueden acabar por influir sobre los propios caracteres orgánicos. Algunos autores sospechan, por ejemplo, que la razón de la distinta longitud del cabello en la mujer y en el hombre es un carácter adquirido. Primitivamente, el cabello del varón era, según esta hipótesis, tan largo como el de la mujer, pero se vio pronto obligado a cortárselo por su notoria incompatibilidad con las rudas faenas de su vida ancestral. En los lances de la caza, en las espesas selvas o en las estepas batidas por el viento, la larga melena era un constante inconveniente; y, además, un peligro en la lucha contra los demás hombres, como lo es hoy aún cuando dos mujeres bravías se agarran de las trenzas en pelea singular. Había, pues, que cortárselo; y quedó relegado, por lo tanto, a la mujer, en la que servía de adorno diferencial, compatible con su vida doméstica; y, según Robinson, como posible órgano de eficacia maternal, pues lo utilizaban como sostén las manitas del niño, mientras la madre se ocupaba activamente en la larga serie de trabajos, no todos delicados, que tenía que desempeñar la primitiva hembra. Al cabo de los milenios, el hombre nacía ya con el cabello corto; por la misma razón que nacen con el pie pequeño las mujeres de los países orientales, en que éstas hacen una vida de casi absoluta ociosidad y usan calzado muy estrecho.
[.....................................................................................................................................................................................................]Vestir al desnudo.
               Creo haber demostrado que el vestido no se puede explicar como una mera defensa contra el ambiente hostil, sino que, desde mucho antes, otras dos necesidades poderosas habían contribuido a su creación y a sus modalidades: la necesidad de la jerarquía y el auge de la diferenciación individual; ambas expresiones directas y características de la dinámica sexual de nuestra especie.

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               El tema del vestido no es, pues, como parece a primera vista, un tema banal. El vestido significa mucho más de lo que creemos, para el hombre. Hay que amar a nuestro traje y oponerse a la moda desnudista. No sólo por las razones éticas, sino porque el desnudismo es enemigo mortal de un don precioso del hombre: la intimidad, que exige el recato,  y es enemiga del desnudo.
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Ilustraciones:
 

1.- Familia inuit en un iglú, grabado anónimo (s. XIX).        2.- Indígenas jarawa, Islas Andaman, India.        3.-Indígenas ona o selknam, Tierra del Fuego, Chile.       4.- Pinturas rupestres, Roca de los Moros, El Cogul, Lérida.        5.- Indias kamaiurá, Alto Xingú, Brasil.

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