ROUSSEAU HABLA SOBRE LA DESNUDEZ Y EL VESTIDO

         A comienzos del año 1758, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) escribe una larga carta a D’Alembert -Jean le Rond D'Alembert (1717-1783), uno de los dos coeditores de la famosa Encyclopédie, tan representativa de la cultura de la Ilustración- (Lettre à M. D’Alembert), a propósito del artículo "Genève" ("Ginebra"), del que éste era autor, y en particular sobre la iniciativa de crear un teatro estable en Ginebra, que apoyaban muchas gentes pudientes y el propio D'Alembert, y rechazaban los calvinistas y las familias más tradicionalistas de la ciudad. La carta se imprimió en Amsterdam el mismo 1758.
        Rousseau se plantea en ella, una vez más, el viejo y manido tema de la moralidad de los espectáculos teatrales: si atentan contra la moral o no, si la profesión de comediante es decente, si las actrices son mujeres honestas, etc. El teatro, piensa Rousseau, es ante todo un entretenimiento, y los pueblos necesitan entretenimientos para descansar del trabajo. La bondad o maldad de los entretenimientos depende de los efectos que provoquen sobre el público. Dado que la finalidad del teatro es ante todo causar placer al espectador, si se lo causa, cumple su cometido. Ahora bien: el público solo experimenta placer cuando la escena le ofrece lo que quiere ver y oír, de modo que las representaciones, lejos de moderar las pasiones del espectador, las fomentan y acentúan. El teatro enseña los vicios, alejando al hombre del estado natural de virtud y felicidad. Se extiende después Rousseau en consideraciones sobre la tragedia y la comedia, deteniéndose especialmente en la obra de Molière. Las tragedias -sostiene- presentan a los hombres engrandecidos; las comedias los caricaturizan. Unas y otras engañan, por consiguiente, pues falsean la realidad. Los actores fingen ser otras personas, con lo cual promueven la hipocresía. (Estoy dando grandes saltos sobre páginas llenas de digresiones). Los autores antiguos -sostiene en cierto momento- sentían un gran respeto por la mujer, y ese respeto hacía que evitasen mostrar en público a las mujeres y hacerlas hablar, a diferencia de lo que ocurre en la sociedad moderna. En sus obras teatrales, los poetas del momento presentan mujeres "sabias", que usurpan  las funciones de los hombres. Reflexiona después sobre el pudor, y las formas distintas que adopta en el varón y en la mujer, oponiéndose a quienes pretenden que no haya esas diferencias. "¿Por qué, dicen, lo que no es vergonzoso para el hombre lo será para la mujer? ¿Por qué uno de los sexos haría un crimen de lo que el otro cree que le está permitido? ¡Como si las consecuencias fuesen las mismas por los dos lados! Como si todos los austeros deberes de la mujer no se derivasen solo de que un niño debe tener un padre [...] Así lo ha querido la Naturaleza; es un crimen ahogar su voz. El hombre puede ser atrevido, tal es su destino: es necesario que alguien se declare. Pero toda mujer sin pudor es culpable y depravada; porque ella pisotea un sentimiento natural en su sexo"... Por otra parte, el sostenimiento de un teatro supone un gasto considerable para cualquier comunidad, aunque solo unos pocos pueden disfrutar de él; y los espectáculos escénicos fomentan, además, la ociosidad del pueblo, bajando la productividad, con el consiguiente descenso de la riqueza...
         Pero demos un último salto para llegar ya a lo que ahora nos interesa: Rousseau contrapone los espectáculos escénicos a las inocentes y saludables fiestas populares al aire libre. Evoca a este respecto la vida de la antigua Esparta (o Lacedemonia), donde -dice- "en una laboriosa ociosidad, todo era placer y espectáculo; es allí donde los más rudos trabajos pasaban por recreaciones y los mínimos entretenimientos eran instrucción pública, es allí donde los ciudadanos, constantemente unidos, consagraban su vida entera a diversiones que constituían el gran asunto del Estado y a juegos de los que no se descansaba más que en la guerra"; y se pregunta si sería posible introducir en Ginebra las danzas a las que la juventud espartana se entregaba desnuda (las "gimnopedias" aludidas en el tratado Sobre la Música que se atribuía a Plutarco).
       
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        "Respondo que quisiera creernos con los ojos y los corazones lo bastante castos para soportar tal espectáculo, y que jóvenes en ese estado fuesen en Ginebra como en Esparta cubiertos de honestidad pública; pero, por mucha estima en que tenga a mis compatriotas, sé demasiado bien la distancia que hay entre ellos y los lacedemonios, y yo no les propongo más instituciones de éstos que aquéllas de las que todavía no son incapaces. Si el juicioso Plutarco se ha encargado de justificar la costumbre en cuestión, ¿por qué va a ser necesario que yo me encargue después que él? Todo queda dicho confesando que este uso solo convenía a los educados por Licurgo; que su vida frugal y laboriosa, sus costumbres puras y severas, la fuerza de espíritu que les era propia, podían ellas solas volver inocente a sus ojos un  espectáculo tan chocante para todo pueblo que es solamente honrado.
         Pero ¿se piensa que en el fondo el artero aderezo de nuestras mujeres tiene menos peligro que una desnudez absoluta, cuyo hábito pronto convertiría los primeros efectos en indiferencia y quizá en hastío? ¿No hacen que las estatuas y los cuadros no ofendan los ojos más que cuando una combinación de vestidos vuelve obscenas las desnudeces? 

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El poder inmediato de los sentidos es débil y limitado: es por la mediación de la imaginación por lo que sufren sus mayores perturbaciones; es ella la que se cuida de excitar los deseos, prestando a sus objetos más atractivos todavía que los que les ha dado la Naturaleza; es ella la que descubre al ojo, con escándalo, lo que él no ve solamente como desnudo sino como antes de estar vestido. No hay vestido tan modesto que a través de él una mirada enardecida por la imaginación no vaya a llevar sus deseos. Una joven china, adelantando la punta de un pie cubierto y calzado, será más perturbadora en Pekín que lo sería la muchacha más hermosa del mundo danzando completamente desnuda al pie del Taigeto. Pero cuando alguien se viste con tanto artificio y tan poca escrupulosidad como lo hacen hoy las mujeres, cuando muestran menos solo para hacer desear más, cuando el obstáculo que se opone a los ojos no sirve más que para excitar la imaginación, cuando se oculta una parte del objeto solo para destacar la que se expone,
                                                                Heu! male tum mites defendit pampinus uvas[1].

       
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       Demos fin a estas numerosas digresiones. Gracias al Cielo, ésta es la última: estoy al final de este escrito. Yo ponía las fiestas de los lacedemonios como modelo y como las que querría ver entre nosotros. No es por su objeto, sino también por su sencillez por lo que las encuentro recomendables: sin pompa, sin lujo, sin aparato; todo respiraba allí, con un encanto secreto de patriotismo que las hacía interesantes, un cierto espíritu marcial conveniente a unos hombres libres; sin negocios y sin placeres, al menos sin lo que entre nosotros lleva esos nombres, en esa dulce uniformidad pasaban la jornada, sin encontrarla demasiado larga, y la vida, sin encontrarla demasiado corta. Volvían de ella cada tarde, alegres y saludables, a tomar su frugal cena, contentos de su patria, de sus conciudadanos y de ellos mismos [...] He ahí, Señor, los espectáculos que necesitan las repúblicas".




Ilustraciones:



1.- Muchachas espartanas desafiando a los chicos, Edgar Degas (1860).      2.- La fuente, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1820).        3.- La Duquesa de Guiche, miniatura sobre marfil,  Peter-Adolphe Hall (ca. 1785).     4.- Marie Louise Thérèse de Saboya, Princesa de Lamballe, Jean Duplessis (1725-1802).
  

[1] "Ay, mal podrá el pámpano defender las uvas maduras". Verso de Virgilio, Geórgicas, libro I, 448.

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