MONSEÑOR ALEJANDRO LABACA: DESNUDO CON LOS DESNUDOS

         Alejandro Labaca (o Labaka, como escriben algunos para vasquizar la ortografía del apellido) Ugarte nació en Beizama (Guipúzcoa) el 19 de abril de 1920, hijo de una familia numerosa de campesinos profundamente católicos. A los 12 ingresó en el seminario capuchino de Alsasua (Navarra), siguiendo los pasos de su hermano mayor. Estudia Filosofía en Estella (Navarra) y Teología en Pamplona. Después de una interrupción de sus estudios, motivada por la guerra civil de 1936-1939, en la que participa sin usar las armas, profesa el 15 de agosto de 1938. El 22 de diciembre de 1945 recibe el sacramento del Orden en Pamplona, como Fr. Manuel de Beizama. 
           Sintiendo una fuerte vocación misionera -"Mi alegría sería inmensa si el Espíritu Santo se dignase escogerme para extender la Iglesia y salvar almas en misiones", le escribe a su superior al poco de acceder al sacerdocio-, pide ser enviado a China, a donde llega en abril de 1947. Ejercerá su ministerio en la ciudad de Pingliang (Gansu) hasta que en febrero de 1953 la "Revolución Cultural" maoísta le obliga a trasladarse a Hong Kong, aunque él se había mostrado dispuesto a correr el riesgo de permanecer en aquel país, con el que se había encariñado extraordinariamente y al que siempre deseó volver alguna vez.
           Después de una breve estancia en España, en abril de 1954 llega a Ecuador. Sirve primero en Pifo (1954-1958), y después en Guayaquil (1958-1960) y en Quito (1960-1965), donde ejerce como Superior Provincial y funda un seminario. A comienzos de ese año 65 es enviado a la misión capuchina de Coca (ciudad también denominada Puerto Francisco de Orellana) como Prefecto Apostólico de la región de Aguarico. En septiembre de 1965 participa, en Roma, en los trabajos del Concilio Vaticano II. Retornado a Ecuador, adoptará de nuevo su nombre y apellido originales, abandonando el uso tradicional capuchino. Prescindirá asismismo del hábito de su orden y de la "venerabilis barba capucinorum". En 1967 se le concede la nacionalidad ecuatoriana. En 1970 solicita cesar en el cargo de Prefecto Apostólico para continuar su ministerio como simple fraile.
             Desde 1965 intentaba localizar en la selva los asentamientos de los temidos indios aucas, después denominados preferentemente huaorani o waorani (con los cuales unos 10 años atrás ya habían hecho contacto los misioneros evangélicos norteamericanos del SIL, Summer Institute of Linguistics, impulsores de la que se llamó "Operación Auca"). En una carta que dirigió al papa Pablo VI le consultó sobre el modo de tratar con ellos: "Beatísimo Padre, tengo en la Prefectura tribus salvajes conocidas con el nombre de aucas, que matan a los que entran en sus dominios y hacen incursiones hacia las partes civilizadas, donde siembran el terror con sus muertes. Siento muy fuerte en mi interior el mandato de Cristo de predicar a todas las gentes, especialmente a estos aucas. Está comenzada la campaña de acercamiento hacia ellos; pero, y esta es mi duda, ¿hasta qué punto puedo exponer la vida de mis misioneros, seglares y la mía propia, propter Evangelium? Beatísimo Padre, si en los designios de Dios fuera necesario el sacrificio de alguna vida para llevar a Cristo a estas tribus, dígnese ofrecernos junto con la Divina Víctima en su Santa Misa, para que seamos dignos de esta gracia". Parece que el papa le respondió animándole a evangelizar a aquellos indios.
        Por fin, el 9 de agosto de 1976 se encuentra por primera vez con ellos, después de pernoctar en uno de los campamento de las compañías petroleras que desde 1967 hacían perforaciones por la zona.                   
             Así relataría el acontecimiento en su diario: 
        "El campamento estaba junto a un límpido riachuelo, cruzado por un árbol que había sido intencionadamente tumbado para que sirviera de puente. 
             Serían las diez y media de la mañana, cuando: 
         -Amigo, amigo -nos gritaron desde el árbol-puente los tres huaorani, completamente desnudos, ceñidos con un simple ceñidor que sujetaba su pene.
            ¿Escalofrío? ¿Miedo? ¿Alegría? ¿Esperanza? No sé qué corriente inundó todo mi cuerpo. Solo sé que me incorporé rápido para salir al encuentro, haciendo un esfuerzo de memoria para recordar algunas palabras: 
             Memo, memo... ( hermano, hermano huao) -y estábamos frente a frente. 
             Noté su extrañeza y adiviné su pregunta al cocinero:
            -¿Quién es?
            -El capitán.
          Entre tanto me volví a traerles los obsequios que la compañía me había proporcionado, pero antes de que los sacara de la maleta ya me rodeaban los tres huaorani, arrebatándomelos de las manos.
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          Recibieron muy contentos los obsequios: espejos, peines, redecillas, cadenas con cruz, imperdibles, agujas, etc. Pero a los pocos minutos, no contentos con lo que se les regalaba, se dedicaron a rebuscar por todas las camas. Quizás en ninguna encontraron tantas cosas como en la mía: camisas, camisetas, calzoncillos, poncho nuevecito para el agua, saco de caucho para guardar la ropa, sábana, espejo, peine, agujas e hilo. Todo se lo llevaron, respetándome lo que me era imprescindible: la ropa puesta, el toldo mosquitero, la manta, la hamaca, el cepillo de dientes y la pasta".

  

Con unos huaorani

           A lo largo de los 10 años siguientes los visitará con frecuencia; primero en su calidad de encargado de la pastoral de las minorías étnicas; desde 1979 como Superior Regular de los capuchinos de la región de Aguarico; como Prefecto Apostólico desde 1982, y como Obispo desde su consagración el 9 de diciembre de 1984. Se moverá continuamente, en helicóptero, en balsa o canoa o a pie, entre Nuevo Rocafuerte, Pañacocha, Pompeya, Limoncocha, Coca, Quito, los distintos helipuertos y campamentos petroleros y los asentamientos de varios grupos familiares huaorani. En febrero de 1979 empezaron a asistirle en esos encuentros algunas religiosas, en especial la hermana Inés Arango, colombiana de la congregación de las terciarias capuchinas

La hermana Inés Arango
    
         Fascinado por la cultura de aquellos indígenas, y preocupado por su supervivencia, su salud, sus derechos y su seguridad frente a los intereses de las grandes empresas petroleras, trata de identificarse lo más posible con ellos, va aprendiendo sus costumbres y su idioma -con la ayuda de los misioneros protestantes del SIL-, colabora con ellos haciendo leña, acarreando agua y encargándose del baño de los niños, y adopta en algunos de sus encuentros la desnudez habitual de los miembros de aquel pueblo. "¡Bendito nudismo de los huaorani, que no necesitan trapos para salvaguardar sus normas de moral natural!", escribirá en su diario (publicado, con el título Crónica huaorani, en 1988). "Creo que Dios ha querido guardar en este pueblo la manera de vivir la moral natural como en el Paraíso, antes del pecado". También hace que enseñen a los indios, que se habían retirado de la proximidad de los ríos para huir de los blancos, a construir canoas de madera, lo que les facilita los desplazamientos por la selva. A consecuencia de estas actitudes, en diciembre de 1976 una pareja de huaorani, Inihua y Pahua, lo adopta como hijo suyo. 

En el centro y a la derecha, respectivamente, su "padre", Inihua,  y su "hermano", Incohue

          En lo tocante a la indumentaria, los miembros de aquel pueblo tradicionalmente llevaban por único vestido el gumi o come; prenda exigua, pero cuya falta les hacía sentir vergüenza: un cordoncillo de fibra vegetal que rodea la cintura, al que los varones sujetan su pene por el prepucio; pero conviene notar que, a raíz de sus contactos con los blancos, y especialmente gracias a los regalos y a sus robos en los campamentos petroleros, algunos huaorani -mujeres sobre todo- ya empezaban a utilizar en ciertas ocasiones algún tipo de ropa, como se puede ver, por ejemplo, en las dos primeras ilustraciones de esta entrada. En algunas fotos y filmaciones de la época, Pahua, la "madre" india del obispo, lleva un vistoso slip de caballero. 
        Claro que no todo le resultaba admirable a Monseñor: por ejemplo, le disgustaban las veleidades homosexuales de algunos varones jóvenes. "Nada haríamos con vestir ropas a los huaorani, sin antes hacerles comprender que deben rectificar lo malo que, por fragilidad humana, se haya introducido en su cultura", escribe a ese propósito en su diario.
          Su actividad entre aquellos indígenas se encuadra muy exactamente, creo yo, en la Misionología surgida del Concilio Vaticano II (en cuyas últimas fases, recuérdese, participó activamente). En el decreto "Ad gentes divinitus" (10-11) se recomendaba a los misioneros "integrarse en todos estos grupos con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a las determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió [...]  Únanse con aquellos hombres por el aprecio y la caridad, siéntanse miembros del grupo humano en el que viven, y tomen parte en la vida cultural y social interviniendo en las diversas relaciones y negocios de la vida humana; familiarícense con sus tradiciones nacionales y religiosas; descubran, con gozo y respeto las semillas de la Palabra que en ellas se contienen". 
          A partir de estas directrices, la interpretación literal del mandato evangélico "Id, pues, haced discípulos a todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19, y también Mc 16, 15 y Lc 24, 47) y la del principio "Extra Ecclesiam nulla salus" ("Fuera de la Iglesia no hay salvación") se postergan un tanto para ceder el lugar primordial al respeto a las creencias ancestrales de los pueblos paganos, en las que se buscan esas "semillas de la Palabra", y a la solidaridad fraternal con ellos, el acompañamiento, la contribución a su progreso material, la lucha por sus derechos, etc., quedando en un segundo término la propagación directa de la Fe cristiana, a veces calificada -o descalificada- con el término, ahora peyorativo, proselitismo. (No debería olvidarse que, de todos modos, en las misiones "preconciliares" la labor de predicación y administración de los sacramentos llevaba habitualmente aparejada también la defensa de los nativos y la creación de pozos, dispensarios y hospitales, escuelas, explotaciones agrícolas, etc.).
           Ese aggiornamento, extendido a partir de 1965/1970, no siempre fue rectamente entendido por los misioneros. En no pocos casos dio pie a enfoques relativistas de la religión, a una des-sacralización de la actividad misional -que a menudo quedaba reducida a mera filantropía- y a que, en definitiva, la figura del religioso misionero se confundiese con la del cooperante, y la Iglesia Católica con una ONG más. A consecuencia de esta confusión, las órdenes que trabajaban en tierras de misión acabaron sufriendo un gran número de deserciones.
          Evidenciando su perfecta sintonía con el decreto conciliar mencionado, Monseñor Labaca escribe en su Crónica huaorani: "Creo que, antes de cargarles de crucifijos, medallas y objetos externos religiosos, debemos recibir de ellos todas las 'semillas del Verbo' ocultas en su vida real y en su cultura, donde vive el Dios desconocido". En otro momento: “¿Qué pretenden ustedes? Sencillamente: queremos visitarles como hermanos. Es un signo de amor, con un respeto profundo hacia su situación cultural y religiosa. Queremos convivir amistosamente con ellos, procurando merecer descubrir con ellos las semillas del Verbo, insertadas en su cultura y en sus costumbres. Nada podemos decirles ni pretendemos. Solo queremos vivir un capítulo de la vida huaorani, bajo la mirada de un Ser Creador que nos ha hecho hermanos”. En otra página habla de dar "testimonio de vida evangélica por medio de la caridad 'con sumisión a toda humana criatura', como dice san Francisco de Asís... Testimonio de vida evangélica conviviendo con ellos para conocerlos desde dentro, en su ambiente, en su cultura, en su lengua, en sus creencias, empeñándonos juntamente con ellos en descubrir las semillas del Verbo y cultivándolas hasta que crezcan y den fruto abundante. Con signos de amor, respetando su situación religiosa, sus ritmos, sus conciencias y sus convicciones, que no hay que atropellar. Dejándonos evangelizar continuamente por ellos”. En otra: "Nuestra tarea fundamental y prioritaria es descubrir las 'semillas del Verbo' en las costumbres, cultura y acción del pueblo huaorani; vivir las verdades fundamentales que florecen en este pueblo y le hacen digno de la vida eterna". Al ser nombrado obispo por el papa Juan Pablo II, eligió como lema precisamente la expresión "Semina Verbi", "las semillas de la Palabra". 
        Aunque es verdad que en muy contadas ocasiones habla explícitamente de Jesús a los indios, en Crónica huaorani hay pruebas claras del afán apostólico que latía en el trasfondo de sus relaciones con ellos. Ya el día de su primer contacto con los huaorani, cuando un joven se encapricha con el rosario que el padre llevaba en un bolsillo, él se lo cuelga al cuello. "Ojalá no quede sólo en eso y haga el milagro de su evangelización", escribe. En la Nochebuena de aquel mismo 1976 insiste: "Cristo en un día como hoy irrumpió en la Historia de la Humanidad. ¡Ojalá que este año irrumpa en la historia del pueblo huaorani, comenzando el año primero de su historia cristiana, hasta llegar a su plenitud en Cristo, hecho hombre para salvarlos a todos!". Más adelante: "Que el Señor desbroce los caminos para la evangelización de los huaorani. Amén". Otra vez: "Que Cristo premie, como hechos a Él, tantos signos de la bondad del pueblo huao, completándolos con la Fe de un Cristo salvador, aceptado personalmente por ellos". Otro día, después de comprobar cómo ha crecido un limonero plantado por él, exclama: "Señor, ¡ojalá hagas fructificar así esas otras semillas de la chacra de tu Padre!". Y en otro momento: "Sabemos que el hombre huao no conoce a Cristo y nos sentimos impulsados por el Espíritu para llevarle la Buena Noticia". Es especialmente conmovedor el relato de cuando el joven huaorani Araba le pregunta con insistencia por el Cristo que se ve en el crucifijo, y el obispo se lo explica de tal modo que el indio besa la Cruz tres veces. "¿Aceptación inicial del Dios desconocido? Creo yo que sí, y esto hace brotar una oración desde el fondo de mi alma", escribirá en su diario. 
       Los enfrentamientos entre los empleados de las petroleras y los grupos indígenas eran frecuentes, y a veces desembocaban en crímenes. Los huaorani se acercaban a los campamentos de los obreros y les robaban todo lo que podían. Algunos trabajadores se habían propasado en sus insinuaciones indecorosas a las indias. Los tagaeri, una rama muy hostil de los huaorani que hacia 1968 se había adentrado en la selva para evitar el encuentro con los blancos y tomaba su nombre del jefe Taga, mataban a cualquiera, blanco o indio, que se adentrase en su territorio. (Ya en enero de 1956 habían asesinado a cinco misioneros evangélicos del Summer Institute of Linguistics, en un episodio que tuvo gran difusión mediática). En 1971 la víctima fue el cocinero de un campamento petrolero. A principios de noviembre de 1977 acribillaron a lanzadas a tres de aquellos trabajadores. 
        

Indios tagaeri

           Monseñor Labaca se encontraba en una posición difícil: por una parte, sentía una fuerte simpatía por los huaorani y estaba en contra de la penetración de las petroleras en su territorio; por otra, por encargo de la CEPE (Corporación Estatal Petrolera Ecuatoriana), actuaba como mediador entre los indios y las compañías, sin cuyos medios de transporte y campamentos no podría acercarse a los grupos huaorani; por otra, ejercía su sacerdocio entre los atemorizados obreros de las petroleras, en cuyos campamentos celebraba frecuentemente la Eucaristía.
           Así las cosas, a comienzos de julio de 1987 se descubre, en plena "Zona Intangible", entre los ríos Cuchillacu y Tiguino, una vivienda o chacra (onko) de tagaeri. El obispo, enterado de que los petroleros han organizado un grupo armado, con el antropólogo Enrique Vela al frente, con el objeto de exterminarlos, se siente obligado a ir a su encuentro, arriesgando su vida, para intentar salvarlos aconsejándoles que se retiren de la zona sin enfrentarse a su atacantes. "Si no vamos nosotros, los matan a ellos", dijo poco antes de salir. Por eso, años después, otro capuchino de Coca, el navarro Txarly (sic) Azcona, declararía refiriéndose a aquel último viaje: "La gente piensa que Alejandro quería evangelizar a los tagaeri, que le movía un afán proselitista, pero se equivocan". Ciertamente, su objetivo inmediato en aquella ocasión era evitar una batalla en la que los indios tenían todas las de perder; sin embargo, creo que sería injusto no ver algo evangélico en el fondo de ese anhelo de paz.
           Los días 17 y 18 de julio él y la hermana Inés, llevados por un helicóptero de la compañía petrolera, se acercan a aquella choza y desde el aire arrojan regalos -menaje, ropas, alimentos, etc.- para ganarse la confianza de los indígenas, algunos de los cuales, muy contentos, les invitan a descender. Su plan era contactar con los indios el lunes 20, pero el mal tiempo les obligó a renunciar y esperar al día siguiente. El martes 21 hacia las 8:30, muy conscientes ambos del peligro que pueden correr, suben de nuevo al helicóptero para dirigirse al asentamiento tagaeri. La hermana Inés había madrugado y rezado en la capilla de su casa, y dejó en su mesilla de noche una nota en la que decía: "Si muero, me voy feliz, ojalá nadie sepa nada de mí, no busco fama ni nombre, Dios lo sabe, siempre con todos, Inés”.  

Los dos misioneros, a punto de subir al helicóptero que les dejaría en el lugar en el que poco después iban a morir
 
         Al cabo de una media hora de vuelo, a unos 200 metros de la onko los dos misioneros descienden a tierra en un canasto sostenido por cuerdas. No saben que el jefe Taga había sido asesinado un par de años antes. Los tripulantes del helicóptero les comunican que al cabo de dos horas volverán para recogerlos. 
          Los indios, al oír el ruido del helicóptero, corren a esconderse en la selva. El obispo se desnuda una vez más; la monja, siguiendo también su costumbre, se limita a despojarse de su toca y sus zapatos, y los dos se aproximan amistosamente al asentamiento de los tagaeri. Lo que sucedió a partir de ese momento se ha podido conocer, en cierta medida al menos, porque en 1992 una india llamada Omatuki, raptada por los huaorani, que la suponían del clan taromenane, relató lo que había visto aquel día. Según su testimonio, una vez producido el encuentro, la mujeres y los niños del grupo recibieron a los misioneros con simpatía, e incluso les invitaron a comer; pero cuando los hombres, que habían salido de caza, regresan a la vivienda y encuentran allí a unos blancos desconocidos, el que hacía las veces de jefe agarra al obispo y le ataca con su lanza de madera de casi tres metros de largo. Según algunos, porque el tagaeri tomó a los visitantes por personal de las petroleras; según otros, porque un niño del grupo que estaba enfermo murió al llegar los misioneros, y se consideró a éstos culpables de la desgracia. Tras el jefe, los demás varones, siguiendo un ritual de caza propio de su clan, acribillan conjuntamente el cuerpo del obispo ante la mirada espantada de la hermana Inés. A ella, al parecer, las mujeres quisieron protegerla escondiéndola, pero acabó siendo también asesinada.

Lanzas tagaeri

         El helicóptero no volvió esa tarde. Según después dijeron sus encargados, porque "se había perdido"; explicación poco verosímil, dado que volaba muy habitualmente por aquella zona. Desde círculos próximos a los dos religiosos el hecho se interpretó como indicio de que la suerte que pudieran correr no importaba gran cosa a la gente de las petroleras, al fin y al cabo rivales de los indios. Sabe Dios... El helicóptero no regresó hasta el día siguiente, y al no divisar a los misioneros dio aviso para que se organizase un grupo de rescate. En un vuelo posterior se descubren los cuerpos de los dos. En el del obispo habían quedado hincadas 17 lanzas y se contaron, según el parte médico, 134 heridas; en el de la hermana Inés se encontraron tres lanzas clavadas y 75 perforaciones.

El cadáver de Monseñor Labaca

       La trayectoria del obispo Labaca tiene ciertas similitudes con la del hermano jesuita, también español, Vicente Cañas (1939-1987), que, más radical (y desde el punto de vista cristiano, más discutible) en su asimilación, durante más de diez años convivió habitualmente con los Enawené-Nawé del estado de Mato Grosso (Amazonía brasileña), compartiendo sus costumbres y actividades, renunciando igualmente al vestido, participando en los ritos religiosos indígenas y rebautizándose como Kiwxi, y defendió los derechos de los indios frente al estado y a los ganaderos y madereros, hasta morir también asesinado, él por pistoleros contratados por hacendados a los que se había enfrentado en su empeño de proteger a los nativos. 

El Hermano Vicente Cañas (a la izquierda)

        La capilla ardiente de Monseñor Labaca y la hermana Inés se instaló durante dos días en la iglesia mayor de Puerto Francisco de Orellana. Hasta allí acudió en canoa un grupo de huaorani amigos de los fallecidos.
        El 24 de julio fueron enterrados al pie del altar. El ataúd de la hermana Inés lo llevaron a hombros varias prostitutas del pueblo a las que ella les enseñaba a leer y a rezar el rosario.
        Según se ha dicho después, los huaorani amigos, para vengar la muerte de los dos misioneros, le cortaron la cabeza a un jefe tagaeri. La venganza es parte de su cultura tradicional.

Alejandro Labaca, joven, todavía Padre Manuel de Beizama y con hábito y barba, junto al Padre Pio de Pietrelcina
 

 

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