HOMILÍA DE SAN JUAN PABLO II TRAS LA RESTAURACIÓN DE LOS FRESCOS DE LA CAPILLA SIXTINA (8 DE ABRIL DE 1994)
1. "Creo
en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo
lo visible y lo invisible".
Entramos hoy en la capilla Sixtina para admirar sus frescos admirablemente restaurados.
Son obras de los más grandes maestros del Renacimiento: de Miguel Ángel, ante
todo, pero también de Perugino, Botticelli, Ghirlandaio, Pinturicchio y otros.
Al finalizar estos delicados trabajos de restauración, deseo daros las gracias
a todos y, de manera especial, a los que han contribuido, de varios modos, a
tan noble empresa. Se trata de un bien cultural de valor incalculable, de un bien que
reviste carácter universal. Lo atestiguan los innumerables peregrinos que de todas las
naciones del mundo vienen a visitar este lugar para admirar la obra de ilustres
maestros y reconocer en esta capilla una especie de admirable síntesis del arte pictórico.
Apasionados
cultivadores de la belleza han demostrado su sensibilidad con la notable
aportación concreta que han dado para que la capilla Sixtina recobrara sus
hermosos colores originales. Además, se ha podido contar con la labor de
expertos especialmente cualificados en el arte de la restauración, los cuales
han llevado a cabo sus trabajos sirviéndose de la tecnología más avanzada y
segura. La Santa Sede expresa a todos su cordial gratitud por el
espléndido resultado obtenido.
2. Los frescos que
contemplamos aquí nos introducen en el mundo del contenido de la
Revelación. Las verdades de nuestra fe nos hablan desde todas partes. De
esas verdades el talento humano ha sacado inspiración, esforzándose por
revestirlas de formas de belleza inigualable. Sobre todo por ese motivo,
el "Juicio universal" suscita en nosotros el vivo deseo de profesar
nuestra fe en Dios, creador de todo lo visible y
lo invisible. Y, al mismo tiempo, nos impulsa a reafirmar nuestra
adhesión a Cristo resucitado, que vendrá el último día como juez supremo de
vivos y muertos. Ante esta obra maestra confesamos a Cristo, rey de los siglos,
cuyo reino no tendrá fin.
Precisamente este
Hijo eterno, a quien el Padre confió la causa de la redención humana, nos habla
en la dramática escena del "Juicio universal". Nos encontramos
ante un Cristo insólito. Posee en sí una belleza antigua, que en
cierto sentido difiere de las representaciones pictóricas tradicionales. Desde
el gran fresco nos revela ante todo el misterio de su gloria, vinculado a la
resurrección. El hecho de estar reunidos aquí durante la octava de Pascua se
puede considerar una circunstancia muy propicia. Ante todo, nos
hallamos frente a la gloria de la humanidad de Cristo. En efecto,
Jesucristo vendrá en su humanidad para juzgar a vivos y muertos, penetrando en
las profundidades de las conciencias humanas y revelando el poder de su
redención. Por eso, junto a él encontramos a su Madre, Alma socia
Redemptoris. En la historia de la humanidad, Cristo es la verdadera piedra
angular, de la que dice el salmista: "La piedra que desecharon los
arquitectos, es ahora la piedra angular" (Sal 197, 22). Esta
piedra, por consiguiente, no puede ser desechada. Desde la capilla
Sixtina, Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, expresa
en sí mismo todo el misterio de la visibilidad del Invisible.
3. Estamos,
así, en el centro de la cuestión teológica. El Antiguo Testamento
prohibía cualquier imagen o representación del Creador invisible. En efecto,
ése era el mandato que había recibido Moisés en el monte Sinaí (cf. Ex 20,
4), pues existía el peligro de que el pueblo, inclinado a la idolatría, se
detuviera en su culto a una imagen de Dios, que es inimaginable dado que está
por encima de toda imaginación y entendimiento del hombre. El Antiguo
Testamento permaneció fiel a esta tradición, y no admitió ninguna
representación del Dios vivo ni en las casas de oración ni en el templo de
Jerusalén. A esa tradición se atienen los miembros de la religión musulmana,
que creen en un Dios invisible, todopoderoso y misericordioso, creador y juez
de todos los hombres.
Pero Dios
mismo salió al encuentro de las exigencias del hombre, que lleva en su corazón
el ardiente deseo de poderlo ver. ¿No acogió Abraham al mismo Dios
invisible en la admirable visita de tres misteriosas personas? "Tres vidit et
Unum adoravit" (cf. Gén 18, 1-94). Ante esas tres personas,
Abraham, nuestro padre en la fe, experimentó de modo profundo la presencia del
Dios único. Ese encuentro se convertirá en el tema del incomparable icono
de Andrei Rublev, culmen de la pintura rusa. Rublev fue uno de los santos
artistas cuya creatividad era fruto de profunda contemplación, de oración y de
ayuno. A través de su obra se manifestaba la gratitud del alma al Dios
invisible que concede al hombre representarlo de modo visible.
4. Todo eso fue
aceptado por el segundo concilio de Nicea, el último de la Iglesia
unida, que rechazó de modo definitivo la doctrina de los iconoclastas,
confirmando la legitimidad de la costumbre de expresar la fe mediante
figuraciones artísticas. Así, el icono no es sólo una obra de arte pictórico.
En cierto sentido, es también como un sacramento de la vida cristiana,
pues en él se hace presente el misterio de la Encarnación. En él se refleja
de modo siempre nuevo el misterio del Verbo encarnado, y el hombre —autor y, al
mismo tiempo, partícipe— se alegra de la visibilidad del Invisible.
¿No fue el mismo
Cristo quien puso las bases de esa alegría espiritual? "Señor, muéstranos al
Padre y nos basta"; pide Felipe a Cristo en el cenáculo, la víspera de su
pasión. Y Jesús le responde: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no
me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.
[...] ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?" (Jn 14,
8-10). Cristo es la visibilidad del Dios invisible. Por medio de
él, el Padre penetra toda la creación y el Dios invisible se hace presente
entre nosotros y se comunica con nosotros, al igual que las tres personas de
que nos habla la Biblia se sentaron a la mesa y comieron con Abraham.
5. ¿No sacó
también Miguel Ángel conclusiones precisas de las palabras de Cristo: "El
que me ha visto a mí, ha visto al Padre"? Miguel Ángel tuvo el valor
de admirar con sus propios ojos a este Padre en el momento en que pronuncia
el fiat creador y llama a la existencia al primer hombre.
Adán
fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26).
Mientras el Verbo eterno es la imagen invisible del Padre, el hombre-Adán es su
imagen visible. Miguel Ángel trata de devolver a esa visibilidad de
Adán, a su corporeidad, los rasgos de la antigua belleza. Más aún, con gran
audacia, transmite esa belleza visible y corpórea al mismo Creador
invisible. Probablemente nos hallamos ante una insólita osadía del arte,
pues al Dios invisible no se le puede imponer la visibilidad propia del hombre.
¿No sería una blasfemia? Ahora bien, es difícil no reconocer en el
Creador visible y humanizado al Dios revestido de majestad infinita. Es
más, en la medida en que lo permite la imagen con sus límites intrínsecos, aquí
se ha expresado todo lo que se podía expresar. La majestad del Creador, al
igual que la del juez, hablan de la grandeza divina: palabra conmovedora y
unívoca, como, de otra manera, es conmovedora y unívoca la Piedad en la
basílica vaticana, y el Moisés en la basílica de San Pietro in Vincoli.
6. En la expresión
humana de los misterios divinos ¿no es, acaso, necesaria la "kénosis", como
consumación de lo corporal y visible? Esa consumación ha entrado
profundamente en la tradición de los iconos cristianos orientales. El
cuerpo es, ciertamente, la "kénosis" de Dios. En efecto, leemos en san
Pablo que Cristo "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo" (Flp 2,
7). Si es verdad que el cuerpo representa la "kénosis" de Dios y
que en la representación artística de los misterios divinos debe
expresarse la gran humildad del cuerpo, para que lo divino pueda
manifestarse, es también verdad que Dios es la fuente de la belleza
integral del cuerpo.
Al parecer, Miguel
Ángel, a su modo, se dejó guiar por las sugestivas palabras del Génesis que,
con respecto a la creación del hombre, varón y mujer, advierte: "Estaban ambos
desnudos, pero no se avergonzaban uno del otro" (Gén 2, 25). La
capilla Sixtina, si se puede hablar así, es precisamente el
santuario de la teología del cuerpo humano. Al dar testimonio de la belleza
del hombre creado por Dios varón y mujer, la capilla Sixtina expresa también,
en cierto modo, la esperanza de un mundo transfigurado, el mundo
que inauguró Cristo resucitado y, antes aún, en el monte Tabor. Sabemos que la
Transfiguración constituye una de las fuentes principales de la devoción
oriental; es un libro elocuente para los místicos, como fue un libro abierto
para san Francisco el Cristo crucificado que contempló en el monte de la Verna.
Si ante el "Juicio universal" quedamos deslumbrados por el esplendor y el miedo,
admirando, por un lado, los cuerpos glorificados y, por otro, los sometidos a
eterna condena, comprendemos también que toda la escena está profundamente
penetrada por una única luz y una única lógica artística: la luz y la
lógica de la fe que la Iglesia proclama, confesando: "Creo en un solo Dios
[...], creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible". Siguiendo esa lógica, en el ámbito de la luz que proviene de Dios, también el
cuerpo humano conserva su esplendor y su dignidad. Si se lo separa de esa
dimensión, en cierto modo se convierte en objeto, que con facilidad se
envilece, pues sólo ante los ojos de Dios el cuerpo humano puede permanecer
desnudo y descubierto, conservando intacto su esplendor y su belleza.
7. La capilla
Sixtina es un lugar que, para todo Papa, encierra el recuerdo de un día
particular de su vida. Para mí se trata del 16 de octubre de
1978. Precisamente aquí, en este lugar sagrado, se reúnen los cardenales,
esperando la manifestación de la voluntad de Cristo con respecto a la persona
del sucesor de san Pedro. Aquí escuché de labios de mi rector de otro tiempo,
el cardenal Maximilien de Furstenberg, las significativas palabras: Magister
adest et vocat te. En este lugar el cardenal primado de Polonia, Stefan
Wyszynski, me dijo: Si te eligen, te suplico que no lo rechaces. Y
aquí, por obediencia a Cristo y encomendándome a su Madre, acepté la elección
hecha por el Cónclave, declarando al cardenal camarlengo, Jean Villot, que
estaba dispuesto a servir a la Iglesia. De esta forma, por tanto, la capilla
Sixtina, una vez más, se ha convertido, ante toda la comunidad católica, en el
lugar de la acción del Espíritu Santo que constituye en la Iglesia a los
obispos, y constituye de modo particular al que debe ser Obispo de Roma y
Sucesor de Pedro.
Al celebrar hoy,
en el decimosexto año de mi servicio a la Sede apostólica, el sacrificio de la
santa misa en esta misma capilla, pido al Espíritu del Señor que no
deje de estar presente y de actuar en la Iglesia. Le pido que la introduzca
felizmente en el tercer milenio.
Invoco a Cristo,
Señor de la historia, para que esté con todos nosotros hasta el fin del mundo,
como prometió: "Ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem
saeculi" (Mt 28, 20).
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