OTRA BROMA DE SANTO TOMÁS MORO
Mucha gente piensa que, en su Utopía (1516, 1517 y 1518), Tomás Moro, humanista eximio, amigo de Erasmo, escritor ilustre, Lord Canciller de Inglaterra y mártir de la Fe canonizado por la Iglesia Católica, pretendió describir su ideal social; y de hecho el título de ese libro (etimológicamente, "no lugar" o "sin lugar") ha pasado, convertido en nombre común, a ser el término que designa cualquier modelo de sociedad perfecta difícil de llevar a la práctica, pero deseable y estimulante para quienes aspiran a mejorar la vida de los hombres.
Conviene saber, sin embargo, que Moro no se propuso en ese "librito verdaderamente áureo y no menos saludable que festivo", según declara el subtítulo de la primera edición, describir la sociedad que él consideraba ideal, sino presentar un estado pre-cristiano que, viviendo simplemente según la Ley Natural, gozaba de un grado de justicia, bienestar y felicidad superior al de las sociedades que, llamándose cristianas, se encuentran sumidas en la corrupción. Por eso muchas de las cosas que el santo nos dice de la isla de Utopía están lejos de lo que, como fiel cristiano, consideraba que debería ser. En Utopia, por ejemplo, no hay propiedad privada (lo cual es explícitamente rechazado por Moro: "nunca podrán vivir los hombres con prosperidad allí donde todas las cosas sean comunes"); se practica la eutanasia; se permite en ciertos casos el divorcio (y no olvidemos que el divorcio de Enrique VIII, al que el santo se opuso, fue precisamente el origen del Cisma de Inglaterra y, a la larga, de la muerte de Moro); los sacerdotes pueden casarse; al sacerdocio se accede por elección popular, etc.
En el desarrollo de ese proyecto, Moro no se abstuvo de dar rienda suelta a su famoso sentido del humor, el mismo que sacó a relucir cuando, en sus últimos momentos (7 de julio de 1535), al sentirse débil para subir los peldaños del cadalso en el que iba a ser decapitado, pidió al funcionario encargado de supervisar la ejecución: "Ayúdame a subir seguro, que ya bajaré yo por mis propios medios". Estando ya arriba, cuando el verdugo le pedía perdón por lo que iba a tener que hacer de inmediato, le respondió: "¡Ánimo, hombre!, no tengas miedo de cumplir con tu oficio. Mi cuello es muy corto. Ándate, pues, con tiento y no des de lado, para que quede a salvo tu honradez". Y cuando, al poner ya su cabeza sobre el tajo, la barba se le quedó pillada bajo el cuello, rogó al verdugo: "Por favor, déjame que pase la barba por encima del tajo, no sea que la cortes". Sus últimas palabras, podríamos decir, fueron una broma.
Broma es también algo que aparece en el capítulo VII del "Libro Segundo" y que me divierte traer aquí:
Conviene saber, sin embargo, que Moro no se propuso en ese "librito verdaderamente áureo y no menos saludable que festivo", según declara el subtítulo de la primera edición, describir la sociedad que él consideraba ideal, sino presentar un estado pre-cristiano que, viviendo simplemente según la Ley Natural, gozaba de un grado de justicia, bienestar y felicidad superior al de las sociedades que, llamándose cristianas, se encuentran sumidas en la corrupción. Por eso muchas de las cosas que el santo nos dice de la isla de Utopía están lejos de lo que, como fiel cristiano, consideraba que debería ser. En Utopia, por ejemplo, no hay propiedad privada (lo cual es explícitamente rechazado por Moro: "nunca podrán vivir los hombres con prosperidad allí donde todas las cosas sean comunes"); se practica la eutanasia; se permite en ciertos casos el divorcio (y no olvidemos que el divorcio de Enrique VIII, al que el santo se opuso, fue precisamente el origen del Cisma de Inglaterra y, a la larga, de la muerte de Moro); los sacerdotes pueden casarse; al sacerdocio se accede por elección popular, etc.
En el desarrollo de ese proyecto, Moro no se abstuvo de dar rienda suelta a su famoso sentido del humor, el mismo que sacó a relucir cuando, en sus últimos momentos (7 de julio de 1535), al sentirse débil para subir los peldaños del cadalso en el que iba a ser decapitado, pidió al funcionario encargado de supervisar la ejecución: "Ayúdame a subir seguro, que ya bajaré yo por mis propios medios". Estando ya arriba, cuando el verdugo le pedía perdón por lo que iba a tener que hacer de inmediato, le respondió: "¡Ánimo, hombre!, no tengas miedo de cumplir con tu oficio. Mi cuello es muy corto. Ándate, pues, con tiento y no des de lado, para que quede a salvo tu honradez". Y cuando, al poner ya su cabeza sobre el tajo, la barba se le quedó pillada bajo el cuello, rogó al verdugo: "Por favor, déjame que pase la barba por encima del tajo, no sea que la cortes". Sus últimas palabras, podríamos decir, fueron una broma.
Broma es también algo que aparece en el capítulo VII del "Libro Segundo" y que me divierte traer aquí:
"Los utópicos son muy severos en la elección del cónyuge. Os relataré una costumbre que me pareció ridícula: la mujer, sea doncella o viuda, es expuesta ante su futuro esposo desnuda, por una grave y honesta mujer ya entrada en años, y lo mismo se hace con el varón. Y como nosotros nos reímos de ese hábito, diciendo lo que nos extrañaba, se maravillaron de la insensatez de los otros países, donde al comprar un caballo, aunque valga poco dinero, son tan precavidos que, aunque esté casi desnudo, no lo compran si no le quitan los arneses, por miedo a que escondan alguna llaga o imperfección, y en la elección de cónyuge, que puede llenar de placer o de pesar el resto de nuestra vida, son tan descuidados que juzgan el valor de una mujer con solo haber visto un palmo de ella (ya que solo descubre el rostro, pues el resto del cuerpo está tapado por los vestidos), y se casan sin prever el peligro de no congeniar si luego se encuentran con algún desagradable descubrimiento.
No todos los hombres son tan inteligentes que aprecien únicamente las cualidades morales, y aun cuando contraigan matrimonio con mujeres inteligentes, la buena disposición física le añade un nuevo valor a las cualidades espirituales. Puede suceder que bajo aquellos vestidos se esconda una deformidad tan repugnante que enfurezca al marido cuando ya no hay remedio. Si esta deformidad se revela después de casados, el marido debe soportar su suerte. Es natural, pues, que se busque una ley que evite tales sorpresas antes de que sean irreparables, y el procedimiento lo han encontrado en Utopía".
Ilustraciones:
1.-Venus de Cnido, Praxíteles. 2.-Apolo Parnopios o de Kassel, copia de un original de Fidias.
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