LA DESNUDEZ DE DIOS EN LA CRUZ DE JESÚS (RADIO MARÍA ARGENTINA, 26-VII-2010)
Traigo hoy aquí un texto emitido por Radio María (Argentina) el 26 de julio de 2010 cuyo espíritu es muy afín al de este blog. Resulta especialmente oportuno, además, en el momento litúrgico en que nos encontramos ahora los católicos.
LA DESNUDEZ DE DIOS EN LA CRUZ DE JESÚS
Eduardo Casas
"Lo que en tu bella faz aprendo y busco,
mal lo comprende el ingenio humano:
Quien
saberlo quiera, ha de morir entonces".
(Miguel
Ángel Buonarroti, Soneto XVI).
"La
desnudez de la cruz es abandono de Dios, humillación.
El
dolor desapropia, la herida desnuda.
No
se trata aquí de la herida ontológica que es herida penúltima,
sino
de la herida del amor que derrocha vida,
herida
originaria y por ello fuente a la que toda otra herida remite.
Es
esta herida la que en su desnudez patentiza el lenguaje del amor que se dona".
(Cecilia
Avenatti de Palumbo-Juan Quelas (coords.),
Belleza que hiere. Reflexiones sobre belleza, estética y teología,
Ágape, Bs. As., 2010, 227-228).
Si uno va
al salón de la embajada de Italia, en Roma, frente a la Santa Sede,
puede apreciar una pequeña escultura de un Cristo crucificado con la cabeza
inclinada, de un poquito más de 39 centímetros de altura, tallado en madera de tilo. Lo particular de esta
escultura es la serena belleza de un Crucificado que está enteramente desnudo.
No tiene ningún adorno. No tiene nada que lo cubra. Hasta casi pareciera que no
posee las marcas lacerantes de la cruel pasión. Solamente está expuesto en una
entrega extrema, en una ofrenda calma y en una singular y total desnudez que es
mucho más que la metáfora del abandono y desamparo que sufrió el Señor
Crucificado.
Sobre esta pequeña y particular
escultura -que no ha tenido ningún prejuicio de mostrar a un Dios humano,
totalmente desnudo, sin suavizar, ni insinuar ninguna de las formas, sino
mostrándolas tal cual son en la anatomía humana- se ha abierto un debate desde
hace unos años que todavía no ha
cerrado. La cuestión no está centralizada en la desnudez de la imagen religiosa
sino en que el Estado italiano -al cual actualmente pertenece- está convencido
de que el pequeño crucifijo -prestado en 2004 al museo de Florencia- tiene como
autor, nada menos, que a Miguel Ángel Buonarroti (1475- 1574), el genial
escultor, pintor y literato del Renacimiento, el mismo que pintó la Capilla
Sixtina e hizo la Pietá y el Moisés
entre otras colosales obras.
A la presunta autoría de esta obra
se llega mediante un estudio comparativo con el Cristo, de tamaño natural,
también en madera de tilo que se encuentra en la sacristía de la Basílica del
Santo Espíritu en Florencia. Se sabe que Miguel Ángel, después de venir de la
Corte de los Médici, luego de la muerte de su gran mecenas Lorenzo el
Magnífico, estuvo estudiando la anatomía de los cadáveres en dicho convento.
Este tipo de investigaciones estaba prohibido, por lo cual Miguel Ángel
consiguió un permiso del prior para hacer sus experimentos y estudios con los
cadáveres provenientes del hospital del convento. Estas actividades las hacía
generalmente en secreto, solitariamente y de noche, a la luz de las velas.
Muchas horas de la noche, Miguel Ángel las pasó trozando cuerpos en
descomposición -entre el hedor y la sangre- para estudiarlos, copiarlos y dibujarlos.
Como agradecimiento a la
hospitalidad recibida, realizó un crucifijo en madera de un Cristo desnudo con
el cuerpo de un adolescente y el rostro de un adulto, realizado con colores muy
tenues.
La escultura se dio por perdida
durante muchos años hasta que apareció y se recuperó en el año 1962. Estaba en
el mismo convento, cubierto con una espesa capa de pintura que lo hacía casi
irreconocible.
Hacia el final de su vida, ya anciano, el genial escultor hizo una serie de esculturas con el motivo de la Piedad que no terminó. La llamada Piedad Rondanini -denominada así porque fue adquirida por el marqués de Rondanini- en 1952 fue adquirida por el ayuntamiento de Milán. Es considerada la última obra esculpida por Miguel Ángel, encontrada en su estudio después de su muerte. La imagen de María, apenas esbozada; sólo el Cristo está más terminado. Está como de pie, casi colgado: un Cristo muerto y totalmente desnudo, sin ocultar nada.
Hacia el final de su vida, ya anciano, el genial escultor hizo una serie de esculturas con el motivo de la Piedad que no terminó. La llamada Piedad Rondanini -denominada así porque fue adquirida por el marqués de Rondanini- en 1952 fue adquirida por el ayuntamiento de Milán. Es considerada la última obra esculpida por Miguel Ángel, encontrada en su estudio después de su muerte. La imagen de María, apenas esbozada; sólo el Cristo está más terminado. Está como de pie, casi colgado: un Cristo muerto y totalmente desnudo, sin ocultar nada.
Estas hermosas y sugestivas
esculturas de Miguel Ángel donde aparece la desnudez de Jesús nos dan motivo
para reflexionar en este tema que tan poco consideramos desde nuestra Fe: ¿cuántas
veces rezamos frente a un Crucifijo y reparamos en el misterio de la desnudez
de Jesús?; ¿qué significa?; ¿qué nos dice?; ¿qué valor de redención tiene?;
¿qué secretos encierra?, ¿por qué quiere mostrarse así?; ¿qué nos desea
enseñar?
A Miguel Ángel le atraía el estudio
del cuerpo humano y su desnudez. Muchas de sus obras y esculturas así lo
testimonian. Recordemos el conflicto que se suscitó, aún en vida del mismo
pintor y escultor, al terminar los frescos de la Capilla Sixtina. El maestro de
ceremonias del Papa Pablo III cuando fue a ver el fresco -antes de estar
terminado- replicó que creía indecoroso el exponer tantas figuras desnudas en
una pintura sagrada y que aquel arte era más propio de un lugar destinado al
libertinaje que a la Capilla del Papa.
Antes de la muerte de Miguel Ángel,
se encomendó a su discípulo, Daniele da Volterra, que pintara ropas a las
figuras. La obra de Miguel Ángel sufrió así un daño irreparable. Algunos, al
contemplar la desnudez de Cristo en un cortejo de santos y mártires igualmente
desnudos, acompañados de una muchedumbre de hombres y mujeres en tal estado, se
sentían heridos en su sensibilidad religiosa. Consideraban que la obra era casi
un espectáculo herético, inmoral y libidinoso donde no se podía distinguir a
los santos de los pecadores, ya que ambos estaban en iguales condiciones de
desvergüenza. Incluso la Inquisición puso sus sospechas por pintar desnudos y
porque, además, por el taller del pintor desfilaban hombres y mujeres de toda
clase y condición, de cualquier edad y constitución física, que hacían de
modelos.
La restauración de los frescos de la
Capilla Sixtina impulsada por el papa Juan Pablo II hizo recuperar la belleza y
la forma original de la obra de Miguel Ángel. Ciertamente, el desnudo en el
arte sagrado fue poco comprendido, tanto teológica como artísticamente. Regía
una concepción negativa y acomplejada, culpabilizada y vergonzosa de la
desnudez humana. En las primeras páginas del libro del Génesis se dice que "vio
Dios que todo cuanto había hecho era muy bueno" (1, 31); "y que el hombre y
la mujer no se avergonzaban el uno del
otro" (2, 25).
Enfatizamos el "pecado original" cuando -en verdad- lo primero fue la "gracia original". Para Miguel Ángel la
representación de la desnudez del cuerpo humano revelaba las actitudes
interiores, las pasiones, deseos y afectos del alma.
La intuición del artista es muy
aguda: en el Juicio del Último Día, en el momento de toda la desnudez universal
en su exposición, el mismo Divino Juez está desnudo. Todo ha quedado,
definitivamente, a la vista. Toda la humanidad -hombres y mujeres, jóvenes y
viejos, niños y ángeles, santos y pecadores, bienaventurados y malditos- están en una suprema desnudez, ya que en el
día del Juicio todo saldrá a la luz, sin ocultamientos: la desnudez humana en
la desnudez de Dios; la desnudez de lo divino en la desnudez de lo humano; la
desnudez de los santos en la desnudez de Cristo.
Esto nos da pie para preguntarnos:
¿qué nos enseña la desnudez del misterio de la Encarnación de Dios y qué nos
revela de la condición humana?; ¿cómo podemos contemplar espiritualmente la
desnudez de Dios?; ¿cómo la podemos conciliar con tantas desnudeces que
cotidianamente se ven en la televisión, en los medios gráficos, en Internet?;
¿hay una desnudez honesta y otra deshonesta?; ¿hay un criterio artístico para
la desnudez?; ¿cuál es la relación entre ética y estética?; ¿cómo podemos
contemplar no sólo la desnudez, producto del consumismo y de la moda, que nos
imponen, sino la “otra dolorosa desnudez” que no queremos ver: la miseria, la
pobreza, el hambre, la desnutrición, el abuso, la marginación, la exclusión y
el desamparo?; ¿cómo nos habla la desnudez de Dios y de Jesús en la desnudez de
la dignidad ultrajada de los seres humanos humillados?; ¿qué vemos en la
desnudez de Dios? Allí lo que se muestra es lo que aparece. Lo que hay, es lo
que ves.
Cuando Dios contempla la desnudez de
su creatura, como lo hacía con Adán en el Paraíso, es para amarla, nunca para
juzgarla. Dios no mira para juzgar, controlar o vigilar, sino para amar y
purificar. Su mirada es sanante, iluminativa y curativa. Dios nos ama en toda
nuestra desnudez y debilidad. Nos ama tal como somos, en lo más frágil y
vulnerable que tenemos. Somos nosotros los que no estamos acostumbrados a una
mirada de amor que cubra toda la vergüenza de nuestra desnudez, precisamente,
porque nos revestimos de una desnudez de ocultamiento. Si fuera una desnudez de
transparencia y lucidez, de belleza y gracia, no tendríamos por qué ocultarnos.
Lo que escondemos son las heridas que no pueden exponerse al sol; las
cicatrices abiertas. Lo que se abre a la mirada del amor de Dios queda
transfigurado y purificado.
Dios está, también, desnudo; no
tiene nada que ocultarnos. Se ha revelado totalmente. No es "un Dios escondido" (cf. Is 45, 15). Es un Dios que quiso nacer desnudo con la desnudez humana,
cumpliendo así el destino que afirma el Libro de Job, en el Antiguo Testamento: "desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él" (Jb 1, 21).
La vida humana oscila entre dos
"desnudeces": la original con la que llegamos al comienzo y la
última, que se nos dará al final. El seno de nuestra madre, como tierra del barro
primordial de la Creación (cf. Gén 2, 7; Sal 50, 7), se prolonga en el seno de
la tierra que, en su propio barro, nos vuelve a triturar en simiente. Venimos
de un seno para pasar a otro; de un barro nos vamos convirtiendo en otro; de
una semilla, nos transformamos en otra; de una desnudez -lo único que nos queda
al final- en otra desnudez.
Hay santos que han comprendido esta
condición existencial. San Francisco de Asís comienza su conversión radical en
el seguimiento de Jesús pobre con el gesto profético de su desnudez frente a
todos. Hacia el final de su vida, precisamente en el momento de su encuentro con la "hermana muerte", San Francisco "pide
a los frailes que lo coloquen desnudo sobre la tierra".
Siempre ante Dios estamos desnudos. Hay
que reconquistar la armonía de la inocencia; sentir la paz de estar limpios;
volver al gozo de sentirnos libres, siendo definitivamente nosotros mismos. Es
preciso llegar a la humildad -y, a veces, hasta la humillación- de la propia verdad, para volver a tener la
transparencia del ser.
La desnudez es metáfora de nuestra
esencia más profunda, aquella que no se puede esconder ni enmascarar. Nos
ocultemos o nos descubramos, estamos tal cual somos ante Dios. Ante Él siempre
permanecemos despojados y desprovistos. Dios -en nuestra más íntima verdad- nos
hace de "espejo"; Él es, en definitiva, nuestra desnudez, nuestro brillo y
resplandor más secreto. En Él nos encontramos con nuestra verdad reconciliada y
aceptada. Conviene recordar la advertencia de Jesús en el Evangelio: "si la luz
que hay en ti se oscurece. ¡Cuánta oscuridad habrá!"(Mt 6, 25).
Jesús, Dios verdadero, ha sido
también hombre como nosotros. Como todos los seres humanos, nació desnudo y
quiso también morir desnudo. Entre el Belén y el Gólgota, el Pesebre y la Cruz,
se encuentra toda la desnudez del Hijo de Dios. El arte escultórico y pictórico
de la Antigüedad y del Renacimiento han tenido un pudoroso respeto
representando al Señor Crucificado sólo cubierto por un lienzo.
Jesús, como cualquiera de los
ajusticiados a muerte por la pena capital del Imperio Romano, fue crucificado
desnudo -como era la brutal costumbre- para que la humillación y la ignominia
pública resultaran totales. La brutalidad de la crucifixión romana incluía el
despojo total de las ropas y las pertenencias de quien era sentenciado. De
hecho, el Evangelio testimonia que a Jesús se le quita la túnica y se la quedan los soldados romanos,
cortándola en pedazos. El Señor está desnudo ante todos. Ante su Madre y sus
discípulos al igual que ante los extraños y los que se burlaban, incluso ante
sus compañeros de suplicio, los dos crucificados que lo acompañaban.
La crucifixión, aparte de tener casi
siempre un cartel público con el nombre del ajusticiado y los cargos o crímenes
cometidos, constaba además de una exhibición ritual y popular de desnudez degradante
y humillante. Esa desnudez ritual -formaba parte de todo lo que se consideraba
el rito de la tortura- representaba la
muestra de autoridad del estado romano sobre la persona a la cual había
despojado de todo: bienes, honor y vida. No queda nada. Los verdugos se
repartían sus ropas, las últimas posesiones que revelaban su dignidad y su
pertenencia social. La culpa, la vergüenza, la ofensa y el escarnio público
formaban parte del ritual de una desnudez deshumanizada.
El cuerpo humano -por la
desfiguración de la tortura y la desnudez a la que era sometido- quedaba
despojado de todo derecho y reconocimiento social y se le quitaba el sentido
sagrado en una especie de profanación del cuerpo humano. La tortura de
crucifixión aniquilaba el cuerpo hasta dejarlo casi irreconocible y la desnudez
social implicaba la aniquilación moral de la persona: dejaba de existir como
perteneciente a esa sociedad. Las miradas de los extraños que curioseaban morbosos
esos espectáculos públicos invadían el cuerpo totalmente expuesto de aquél que
pendía crucificado. Las miradas y las burlas constituían una violación a la
intimidad y a la privacidad. El cuerpo torturado y desnudo revelaba todo el
saqueo, exterior e interior, a que era sometida la persona: la desnudez del
horror y el despojo total, el anonimato y la inexistencia social, el oprobio y
la afrenta. La desnudez a la que todos tenían derecho de ver, escupir, arrojar
piedras e insultos. El cuerpo desnudo del crucificado revelaba la total
despersonalización del sujeto.
En la crucifixión romana, ni la edad,
ni la religión, ni el sexo de los condenados eran respetados. También a las
mujeres se las crucificaba exactamente con la misma brutalidad y escarnio que a
los hombres. Ellas eran flageladas y desnudadas públicamente como sucedió en la
persecución a los cristianos por parte de los emperadores romanos.
Durante los primeros siglos del cristianismo,
por todo esto, la Cruz no fue el símbolo de identidad de los cristianos. Los
fieles -horrorizados y traumatizados por la tortura de la Cruz- no adoptaron
tan fácilmente ese símbolo de maldición. Hasta el siglo IV o V no aparece la
Cruz como distintivo cristiano. Luego se usa la Cruz sola, lo más estilizada
posible. Cuando comenzaron a poner a Jesús en la Cruz, mostraban a un Señor
vivo, vestido y coronado como un soberano victorioso. Recién a partir del siglo
XII comienza a aparecer el Crucificado doliente o muerto, pero siempre cubierto
con un paño atado a la cintura, ya que representar la desnudez del Señor se
consideraba poco respetuoso de su sagrado cuerpo. En el siglo XIV se generaliza
la representación de Jesús sufriente y sólo mucho más tardíamente y en contadas
ocasiones excepcionales se lo hace Crucificado y desnudo.
Durante siglos, el trauma de la
crucifixión en el inconsciente colectivo y en el imaginario de los cristianos
estuvo muy presente sin poder ser asumido y sanado. Estuvo vedado y prohibido,
por eso gradualmente se fue construyendo la principal representación simbólica
de nuestra fe: primero fue la Cruz sola, luego la Cruz con el cuerpo de Jesús,
después la Cruz con el cuerpo de Jesús
martirizado y –por último- la Cruz con el cuerpo de Jesús torturado y desnudo.
Los cristianos tuvimos que superar, sublimar y espiritualizar durante muchos
siglos las imágenes del horror de la crucifixión para comenzar a contemplar la
representación de la Cruz tal cual fue.
Ciertamente se entiende este
proceso. Sin una visión de Fe, venerar un instrumento de tortura y el cuerpo
destrozado y desnudo de una persona atormentada, puede parecer algo patológico,
sadomasoquista o morboso. Nosotros ya estamos acostumbrados a ver la Cruz y a
Jesús crucificado, pero esto ha llevado siglos para poder ser asumido. Es como
si hoy venerásemos las imágenes de los torturados por la cámara de gas, la
guillotina, la inyección letal, la silla eléctrica, y ponerlos a todos desnudos
en medio de esas masacres. Ciertamente son imágenes de horror. Precisamente eso
es lo que sentían los primeros cristianos respecto a la Cruz.
Nosotros, en cada viernes Santo, en
la celebración del triduo pascual, hacemos la adoración de la Cruz que, en
verdad, es la adoración del Crucificado. La Iglesia, para llegar a eso, tuvo
que pasar siglos. Ahora nos paramos frente al Crucifijo y pocas veces
contemplamos esa desnudez que se nos regala. De tanto mirar no logramos
contemplar. De tanto ver no alcanzamos a observar. Tenemos que pedirle al Jesús
desnudo de la Cruz que nos mire profundamente a los ojos, quizás así nosotros
entonces podamos mirarlo a Él.
En la Crucifixión de Jesús, el velo
del Templo se rasgó (cf. Mt 27, 51); Dios quedó totalmente desnudo,
definitivamente develado y mostrado a los seres humanos. Los Evangelios dicen
que -en el momento de la Crucifixión- a Jesús lo despojaron de cuanto tenía
puesto (cf. Mc 15, 24; Mt 27,35; Jn 19,23-34). Sólo el Evangelio de Juan se
detiene en el relato del despojo de las ropas, especificando algunos detalles
que los otros Evangelios no tienen. Nos dice, por ejemplo, que la túnica era de
una pieza sin costura; nos relata la torpe repartición de la ropa para cada soldado,
el sorteo de la túnica y la profecía cumplida del libro de los Salmos que dice: "se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica" (Sal 22, 19).
El Cuarto Evangelio es el que más
acentúa la realidad carnal de Jesús. De hecho desde el comienzo, en su prólogo
afirma que la Palabra de Dios se hizo carne (cf. 1, 14). El Evangelista en la
Cruz confiesa haber visto el Corazón abierto del Señor, traspasado por la lanza
del soldado. Primero contempla la desnudez del Cuerpo entregado. El Cuerpo
ofrecido es anticipo del Corazón traspasado. La desnudez del Cuerpo es signo de
la desnudez del Corazón. El Cuerpo desnudo y el Corazón partido. Todo ha
quedado entregado. Todo es ofrenda, sacrificio y oblación. Jesús estuvo desnudo
por amor a cada uno de nosotros. Su desnudez nos ha cubierto y nos ha lavado de
nuestros pecados, vergüenzas y culpas. Su despojo ha amparado nuestra propia
desnudez. Nos ha bañado de luz y de misericordia. Jesús no tuvo vergüenza de
mostrarse desnudo porque era inocente, sin pecado alguno. Sólo la culpabilidad
engendra vergüenza; el que es inocente no tiene nada que ocultar, no esconde
nada de qué avergonzarse. No tiene mancha alguna (cf. 1 Pe 1, 19). La infinita
desnudez de Dios es para nosotros
misericordia.
La desnudez humana que tanto se explota con un sentido de consumo en nuestra cultura actual carece de una mínima ética de dignidad. La sociedad ha desacralizado y deshumanizado la desnudez sagrada del ser humano, su intimidad y privacidad. La ha prostituido haciéndola un objeto de deseo y consumo. Sólo la Fe y el verdadero arte pueden salvar la desnudez desde una actitud humana y sagrada. La Fe con su mirada evangélica y espiritual y el arte con su mirada humana y estética. Cuando la Fe se desencarna y el arte se comercializa, la desnudez humana se envilece y degrada.
La desnudez humana que tanto se explota con un sentido de consumo en nuestra cultura actual carece de una mínima ética de dignidad. La sociedad ha desacralizado y deshumanizado la desnudez sagrada del ser humano, su intimidad y privacidad. La ha prostituido haciéndola un objeto de deseo y consumo. Sólo la Fe y el verdadero arte pueden salvar la desnudez desde una actitud humana y sagrada. La Fe con su mirada evangélica y espiritual y el arte con su mirada humana y estética. Cuando la Fe se desencarna y el arte se comercializa, la desnudez humana se envilece y degrada.
Aquellos que tenemos Fe sabemos que
después de esta vida veremos a Dios tal cual es. Dios se nos revelará, se nos
mostrará, se desnudará en el interior de cada corazón con un nuevo lenguaje de
amor. Mientras tanto debemos despojarnos de nuestras armaduras, máscaras,
maquillajes y disfraces para que nuestra verdad sea cada vez siempre más
límpida y despojada. Es cierto que ciertas verdades duelen cuando se desnudan.
Ese puede ser el precio de una verdad que libere. Tenemos que ser compasivos.
Hay corazones destrozados, corazones abiertos, corazones pisoteados, corazones
en llagas como el de Jesús…
En la Cruz, Jesús asumió y redimió
-en su desnudez- la vergüenza y la culpa de todos nuestros pecados. Allí su
desnudez fue la nuestra. La desnudez de Jesús crucificado reflejaba la
humillación lacerante de todos nuestros pecados a la luz. La humillación que
conlleva el confesar nuestros pecados es la vergüenza de nuestra desnudez ante
Dios, el cual -en la Cruz- aceptó la desnudez de su Hijo humillado. Cuando nos
humillamos a exponer nuestros pecados, lo que sentimos -como vergüenza de
nuestra culpabilidad- es una aproximación a la vergüenza inocente de Jesús en
la Cruz. En la desnudez de Jesús está la crucifixión de todos nuestros pecados
y la absolución misericordiosa del Padre.
Adán en el Paraíso -una vez que hubo
pecado- se ocultó de la mirada de Dios que lo buscaba. Eso es lo que siempre
hacemos los pecadores. Pretendemos escondernos de la mirada de Dios. La excusa
que Adán le dio a Dios por su ocultamiento es que estaba desnudo y sentía
vergüenza. Más que la vergüenza por la desnudez, experimentaba la vergüenza de
la culpabilidad. Jesús Crucificado, distinto de Adán, no ocultó su desnudez. En
la desnudez del Crucificado se encuentra toda la nostalgia de nuestra belleza
perdida. En la Cruz hay un misterioso intercambio entre la desnudez de Adán y
la desnudez de Jesús. La desnudez de la culpa y la desnudez de la inocencia. La
desnudez de la vergüenza y la desnudez del perdón. La desnudez del pecador y la
desnudez del amor. La desnudez del ocultamiento
y la desnudez de la exposición. La desnudez del Paraíso perdido y la desnudez del Paraíso recobrado. La
desnudez del ser humano y la desnudez de Dios.
La desnudez de Jesús en la Cruz era
-como dice el libro del Profeta Isaías- "sin belleza, ni hermosura" (53, 1-12).
A tal punto que muchos se asombraron de "tan desfigurado que estaba su aspecto
no parecía humano" (52, 14). En esa desnudez se revelaba toda la infinita misericordia de Dios. Si humillante
fue la desnudez de Adán, más humillante fue la desnudez de Jesús, la desnudez
de los inocentes que no pueden defenderse; los ultrajados que no saben
resguardarse; los que martirialmente sufren siendo justos (cf. 1 Pe 4, 15-16);
los que pueden llorar sólo en silencio, los que no tienen voz. El Hijo quiso
estar -por ellos y por todos- desnudo en la Cruz: "sus heridas nos han curado" (Is 53, 5; 1 Pe 2, 24).
Una vez Jesús dijo en su Evangelio: "estuve desnudo y me vestiste" (Mt 25, 36). Sólo el amor cubre la desnudez del
otro. Esa desnudez que es desamparo e indefensión, desvalimiento y orfandad,
aislamiento y exclusión, pobreza y marginación.
La desnudez no es pecaminosa, lo
pecaminoso son nuestras miradas de la desnudez. El Nuevo Testamento dice que "para los limpios todo es limpio. En cambio para los impuros, nada hay limpio.
Su mente y su corazón están contaminados" (Tit 1, 15). Jesús nos ha enseñando
que es del interior del corazón humano que brota toda impureza (Cf. Mc 7,
14-23). Sólo "los puros de corazón verán a Dios" (Mt 5, 8) porque son los
únicos que pueden, sin la opacacidad interior del pecado, contemplar en todas
las realidades humanas -también en la
desnudez- un destello diáfano de la belleza de Dios que “todo lo hizo bueno”
(Gén 1, 31).
Esa belleza está para nosotros
restaurada. La belleza de Dios cura. Tenemos confianza en que nuestro corazón
va a sanar. Las lágrimas que van al cielo vuelven a los ojos desde el mar. El
tiempo se va y regresa. El corazón se restaura y se vuelve a quebrar. Mientras
dure la vida, se sana y se lastima y vuelve a empezar, para de nuevo quebrarse;
así será mientras le toque latir y pulsar las fibras del alma. Es así la frágil
desnudez del corazón humano.
Ilustraciones:
1.-Cristo crucificado, atribuido a Miguel Ángel (1495), Florencia. 2.-Cristo crucificado, Miguel Ángel, iglesia del Santo Spirito, Florencia. 3.-Pietà Rondanini, Miguel Ángel. 4.-Crucifixión de Cristo, Lovis Corinth (1907). 5.-La Flagelación, Hans Herbst y Hans Holbein el Joven, Kunstmuseum, Basilea. 6.-Crucifixión de Cristo, Biblia Holkham, (ca. 1320-1330), British Library, Londres. 7.-El Descendimiento, Rembrandt, Alte Pinakothek, Munich. 8.-Cristo muerto confortado por dos ángeles, Rosso Fiorentino.
1.-Cristo crucificado, atribuido a Miguel Ángel (1495), Florencia. 2.-Cristo crucificado, Miguel Ángel, iglesia del Santo Spirito, Florencia. 3.-Pietà Rondanini, Miguel Ángel. 4.-Crucifixión de Cristo, Lovis Corinth (1907). 5.-La Flagelación, Hans Herbst y Hans Holbein el Joven, Kunstmuseum, Basilea. 6.-Crucifixión de Cristo, Biblia Holkham, (ca. 1320-1330), British Library, Londres. 7.-El Descendimiento, Rembrandt, Alte Pinakothek, Munich. 8.-Cristo muerto confortado por dos ángeles, Rosso Fiorentino.
Comentarios
Publicar un comentario